Sanguis Pluvia

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Las fichas de Dios empezaron a moverse a falta de una verdadera justificación. La gloria con la que se había vestido y armado la capital de Arcangelo era suficiente razón para reclamar. Ardieron los corazones de los Digimon compuestos y determinados protagonizaron el que sería el verdadero primer evento catastrófico del reinado de San Lucemon.


Clamó Silphymon:

Charlatanes,

blasfemos y perpetradores habitan esta ciudadela infernal,

se ha desentendido del más mínimo recato

y del favor del Señor.

Por decreto divino impartido por nosotros,

los bautizados por el milagro del Jogres,

que arda la capital arcangela.

Guíanos, Señor.


Secundó PileDramon:

El Señor,

nuestro Dios,

Dios de las naciones

Padre de todo lo que es y ha dejado de ser ve con desprecio este ultraje a su gloria.

Es por orden de los Santos y nosotros,

los Bautistas,

que se encenderán las ascuas de la purificación,

a las puertas del infierno presente.


El mensaje retumbó como un estruendo celestial en todo el zigurat, dando tumbos contra las paredes entre sílabas, levantando el polvo y haciendo temblar las tinajas y tazas. Alzaron el vuelo la sílfide y el dragoneante para buscar un punto en las alturas desde donde iniciar su arremetida. Descargaron con rabia su artillería orgánica el dragón y auroras enrojecidas el espíritu del aire.


Con alas de plumas rojiblancas abiertas de par en par, cubriendo el sol con su envergadura guiaba Silphymon los millones de ceros y unos libres hacia los Cielos, acariciando con gracia divina el flujo invisible que los guiaría a la resurrección en las terminales donde nacieron.


PileDramon, con su silueta y sus zarpas, eclipsó a la luna cuando se asomó por el horizonte mortuorio, siendo que prolongó con Silphymon el exorcismo en la urbe de Arcangelo hasta la noche. Sus tiroteos alzaban incesantes cadenas de ascuas que se mezclaban con los astros nocturnos, revoloteando alrededor de las siluetas del soldado del Señor y de la luna misma.


Recorrió la luna un cuarto de su recorrido cuando la santa sede ya estaba pulverizada, seca, deforestada y tiroteada. El único movimiento era el de las fuentes que seguían surtiendo el líquido vital derramándose hacia las calles y el fuego que devoraba las estructura, desde los techos hasta los cimientos.


Descansaron los agentes divinos sentados sobre las murallas de la capital, reposando sus corazones sobre una labor bien hecha y la afirmación de que aquel acto tan sentido y autónomo para celebrar la gloria de Dios sería de gran gozo y júbilo para el Señor y los Santos Apóstoles. No volvería ningún pueblo a jurar en el nombre de un Dios en el Digimundo terrenal ni en el nombre de una figura auto-calificada salvadora.

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