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Sarah Williams había sufrido mucho el divorcio de sus padres, un gran cuadro depresivo que casi la deja hospitalizada. Por unos cuantos meses, estuvo al cuidado de sus abuelos maternos (quienes infundieron su amor por la lectura y el folclore detrás de las historias) y convivio con la hija de sus vecinos (bastante más alocada que ella, convirtiéndola en su mejor amiga y consejera) hasta que su madre, Linda, consiguió la custodia completa cuando cumplió los once años. Al principio pensó que sería divertido pasar tiempo con la actriz y su mundo. Transcurridos casi ocho meses, Sarah lo sabía mejor: nada es lo que parecía.

Odio la falta de memoria de su madre al comprarle útiles escolares, odio que interpusiera sus audiciones a sus reuniones de padres, odio que no la llevara a jugar al parque o a ver a su amiga (que tampoco vivía tan lejos) y, por, sobre todo, odio saber que la relación que tenía con Jeremy (el hombre por el cual se separó de su padre) no era la única relación que mantenía. Descubrir, a sus tiernos trece años, a su madre en la cama -con un hombre desconocido- solo sentó las bases para que las peleas se sucedieran continuamente. Jeremy también recibiendo ese trato de vez en cuando.

Sus abuelos, por fortuna, estaban allí para ella y lograron ayudarla bastante en sobrellevar sus problemas. Sarah se hubiera derrumbado si no fuera por ellos. Entonces, un día, a sus catorce años, su padre la llevo de vacaciones y le presento a su futura esposa. En Irene, la adolescente encontró un mejor soporte que la alocada actriz de renombre. Sin embargo, su padre seguía siendo tan metido en su trabajo, que prefería quedarse donde estaba. No había abuelos, o amigos, donde vivía su padre.

No le compensaba mudarse.

Pero, se puso inmensamente feliz al enterarse -año y medio después- del nacimiento de su hermanito. Irene, y su hermana melliza Karen, la regañaban amorosamente por malcriar al recién nacido. Sarah sacaría pecho, orgullosa, y les mostraría la lengua en un arrebato maduro de superioridad «Ese mi trabajo. El tuyo es ponerle límites.»

Con el tiempo, la gente se acostumbraría a la devoción de la morena por el pequeño Toby.

Con el tiempo, la gente se acostumbraría a la devoción de la morena por el pequeño Toby

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El rey Jareth, soberano de las tierras de Abalarys, estaba aburrido. Llevaba varios siglos de paz y, sin contar las trastadas de sus goblins que empezaban a menguar su nivel de adrenalina, estaba volviéndose irritable. Sabía que era un castigo ser el rey de los goblins, pero, estaba muriendo de pereza. Así que hizo lo único que podría darle algo de diversión. Volvió al mundo humano para llevar a cabo sus fiestas de antaño.

Se invento una identidad, contribuyó con varias artes y, en una década, ya tenía una reputación que lo ponía en el escenario. Hombres, mujeres, niños y adolescentes volvían a adularlo, reverenciarlo. Y, si bien amaba ser el centro de atención, también era verdad que deseaba compañía sincera. Algo que parecía cada vez más difícil. Faeries, elfos, vampiros, narnianos, humanos... todos parecían huirle como la peste.

«Si tan solo hubiese alguien... no más, solo un alma que me vea y me dé una oportunidad.»

Jareth estaba cansado de su soledad. Una que también era parte de su castigo, pero, que pesaba más que ser el rey de los olvidados de los dioses. Rey de los indeseados, rey de las ilusiones y los sueños... rey de espejismos y mentiras. Así lo llamaban a sus espaldas. Y le dolía, maldición, no era de piedra. Dolía como el infierno.

Labyrinth (Historias Cortas)Where stories live. Discover now