12. La carta de Yongsik.

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»... La razón por la que Seori nos abandonó nunca estuvo clara. No dejó ninguna carta o al menos un indicio que nos diera tranquilidad. Tal vez eso era lo que deseaba al irse: arrebatarnos la tranquilidad. O tal vez, simplemente, no tuvo la fuerza para escribir algo. Me es complicado asegurar cuál de las dos opciones es la correcta. Conforme pasa el tiempo, la conozco menos. Un día será una extraña que anda con seguridad por los pasillos de mis nostalgias.

Sin embargo, he hecho una ardua reconstrucción de mis memorias, y dentro de los muchos sucesos que pudieron arrastrarla al fondo, hay uno que nunca falla en azogarme el corazón. A inicios de la primavera de sus veintisiete años, cuando los árboles se revisten de hojas y las flores abren sus pétalos, descubrimos que algo había florecido en su vientre. Contra los pronósticos de la adolescencia y nuestros propios planes, Seori resultó embarazada. La noticia fue una sorpresa agridulce para los dos, que ya estábamos resignados a la infertilidad. La noche que se hizo la prueba, después de soportar unas espantosas náuseas, lloró abrazada a mí, como siempre que algo la inquietaba, y no supe si fue de tristeza o de felicidad. La consolé con la promesa de que apoyaría su decisión, sin importar cual fuera. Pero ella no respondió y se limitó a ahogar sus sollozos contra mi pecho y durmió entre mis brazos.

No tocamos el tema durante una semana. Ella pasaba la mayor parte del día en el hospital y, aunque yo trabajaba en casa, lo hacía en una habitación exclusiva, en el más absoluto silencio. Las pocas veces que coincidíamos, antes de ir a dormir, ya los dos estábamos demasiado agotados, ella para hablar y yo para insistir. Charlamos sino hasta que terminó la tercera semana. O, más bien, nos forcé a afrontarlo. Y a día de hoy, pienso que no debí hacerlo. Si hubiera elegido la indiferencia, como lo hice con casi todo la mayor parte de mi vida, quizá el desenlace de este suceso no habría sido tan catastrófico.

Intentando ser neutral, le planteé a Seori los dos escenarios posibles, uno donde no tenía al bebé y otro donde sí. Dijo que me daría una respuesta al día siguiente y durmió dándome la espalda. Esa noche no concilié el sueño, porque sabía cuál era su decisión. Comprobé mi teoría por la mañana, cuando la sorprendí leyendo un blog sobre maternidad. Al verme, sonrió, y supe que habíamos encontrado nuestro felices por siempre. Estaba equivocado, por supuesto, pero en aquel entonces ni siquiera lo imaginaba.

Les dimos la noticia a nuestras familias en cuánto nos asumimos a nosotros mismos como futuros padres. Recibimos innumerables felicitaciones con la misma frase: «¡Es un milagro!». Y lo era, realmente lo era. Nuestras madres y la hermana de Seori se empeñaron en hacer de Seori la madre perfecta. La llenaron de consejos, de remedios contra las supersticiones y de la sabiduría de la experiencia. Por mi parte, no era lo suficiente cercano a mi padre y el padre de Seori hace mucho no era una opción. Aun así, puse mi mayor esfuerzo en asegurarnos estabilidad. Acabé mi cuarta novela en tiempo récord y fallé a mis principios para que fuera un éxito en ventas.

El departamento nos empezó a parecer pequeño e iniciamos la búsqueda de un nuevo hogar. Debía tener más de tres habitaciones, por si se nos ocurría tener un segundo o un tercer hijo. Debía estar en un barrio seguro, porque éramos unos primerizos aterrados. Debía estar cerca del hospital, para que Seori pudiera trabajar sin problema. Y, sobre todo, debía tener un gran jardín, para las tardes de juegos y los domingos familiares. 

Seori tenía seis meses de embarazo cuando el mundo se desmoronó frente a nuestros ojos. Hacía unos días apenas habíamos descubierto que quién vendría a llenarnos de incontables alegrías era una niña. Una preciosa niña que, según las palabras de la chamana, tendría los ojos de su madre y el talento de su padre. Una niña con un futuro próspero y una larga línea de vida. Sin embargo, las predicciones no pudieron ser más erróneas. Los rituales de protección, las voces de la experiencia, los chequeos regulares, los cuidados especiales; todo fue inútil. Primero fue un dolor leve que evolucionó hasta convertirse en unos calambres insoportables. Algún rato después, en el hospital, nuestros sueños ya no eran más que un cúmulo de desechos orgánicos.

Creo que, a partir de entonces, nuestros rumbos empezaron a dar pasos agigantados hacia su inexorable final. Pero eso no lo advertí sino hasta que ya no tuve forma de salvarnos.

[...]

ELLA YA NO ESTÁWhere stories live. Discover now