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—¡Es hora de cerrar!

     En la taberna principal de la ciudad de Ashweth abundan las reglas. Es un misterio que los allegados y clientes frecuentes sigan prefiriendo las restricciones de Regel, el dueño, que el poder de la libertad —o más bien libertinaje— de otros lugares más mezquinos. Algunos filósofos vagabundos fueron determinados en responder: quién preferiría ser libre si conlleva una independencia difícil de manejar. Tal vez por eso a Rhys, el mesero, le apasiona gritonearles a los clientes que piden su quinta cerveza de la noche, porque ser reprendidos debe ocasionarles una sensación de estar en casa, cumpliendo con deberes establecidos, y eso proporciona más ventas. O al menos ese es su pensamiento; si es considerado estúpido, pediría que nadie se lo confiese, pues no sería tomado el peso del argumento.

     Lo opulento de la taberna queda en el pasado cuando dos pintorescos hombres, altos y, digamos, de una vibra exótica, acompañan el aroma suave de la madera y la calidez de un brindis eterno. Ni siquiera los músicos testarudos, que había de mantener contentos para una buena función, persistían dentro de las paredes hogareñas del establecimiento. Estas no son más que testigos mudos de una charla entre dos amigos donde la melodía de sus voces se cuela por las grietas.

     REGLA N°114. ESTÁ ESTRICTAMENTE PROHIBIDO SERVIR BEBIDAS UNA VEZ EL LOCAL ESTÉ CERRADO.

     —No deberías confiarte —advierte un hombre ataviado de ropas escarlata, tan moreno como el café de las mañanas, mientras Rhys busca entre las estanterías y sirve el vaso a su compañero, recargándolo de cerveza amarillenta—. Ese muchacho no era más que un ladronzuelo. ¡Perdí mi taza de colección de porcelana nueva! Siéntete agradecido de que no le cosí la boca con un hechizo silenciador.

     —Alguien necesitaba darle un golpe a tu orgullo, Cauri. —Ríe el mesero, refregando el bar con un paño húmedo—. Y a esa taza, también.

     La mueca de Cauri es tan notable que incluso el despistado de Rhys puede encontrarse con un atisbo de ella, pero no hace más que juguetear con su melena dorada y barba recortada, reacción que le daría un aspecto sabio si no fuera pública su reputación infantil y despreocupada.

     —Sabías lo importante que era esa taza de colección para mí, Rhys. No debiste dejarlo entrar.

     —Es mayor de edad —replica—. Las reglas no lo prohíben.

     —Pero él mismo lo dijo: ¡recién ayer cumplió sus años! No tiene la madurez, lo supe en cuanto lo vi meter un pie aquí. ¡Esas ganas de venir con las mejores intenciones eran una evidente fachada! ¿Acaso no viste a la joven, sensata, que vino corriendo y lo tironeó hasta sacarlo? Inclusive pidió disculpas por su comportamiento.

     Rhys vuelve a reír. Puede que Cauri sea su amigo más cercano, pero el asunto, así como todo, no le importa ni en lo más mínimo. Si a alguno se le cuestiona, ninguno podría responder por qué se hicieron tan unidos.

     —El muchacho se resbaló, Cauri.

     —¡Esa es la excusa que él dio!

     —Oh, no. —Su sonrisa pasa a ser más bien una teatralidad cómica y con cierto rastro de culpabilidad—. Puede que se me haya olvidado secar el piso. Tenía la esperanza de que nadie entrara por la puerta trasera, pero parece que el muchacho no sabía por dónde ingresar. Pero no puedes culparme por ello, ¡nadie más que yo se digna a trabajar aquí en este turno!

     Cauri niega muchas veces. Sabe bien que nadie quisiera trabajar con Rhys y que él haría lo posible por ser insoportable ante alguien con quien tenga que compartir su sueldo, pero contar tragedias como si fuesen chistes es su gran don.

La Leyenda del Fénix de AshwethDonde viven las historias. Descúbrelo ahora