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Para los padres de Ciro, que jamás se habían separado de él ni para las excursiones de la escuela, la vida se transforma en una miseria cuando comprime su ropa en el saco y desvela la noticia de su afiliación a una de las expediciones programadas por la Cacería del Rey. Su hijo se asegura de tranquilizar los ánimos alterados, llamando al sosiego que le quitó la mentira. Los abraza con equipaje en mano y se despide con un beso en la mejilla, inclusive del asquiento de Vir, quien, aunque reticente, acepta el cariño de su hermano y se despide con certeza de un desconsuelo futuro, durante estos catorce días en los que se embarcará junto a la capitana Daeva y la segunda al mando, Leodegaria.

     Hace solo unos días, Ciro había podido hablar con la capitana y entregarle su petición de leer la carta de Gala. Fue rechazada, nada de lo que dijo Daeva significó una gran revelación para su investigación ardua. Comprendió, entonces, que la emisora había hecho lo que estuviese en sus manos para manipular las acciones de sus receptores, para evitar que se enterara de lo que pasaba en realidad. «Esto me parece una idea egocéntrica, aunque posible», reflexionó cuando el viento arremetió en su contra, junto con las gaviotas de aspecto dopado y alas tambaleantes, que circulan con esmero.

     No se había olvidado de Enit, para nada. En cuanto mencionó la aventura saltó de alegría como si de un aspavientos se tratara, uno que, aunque excéntrico en su mayoría, no le pareció una exageración; al contrario, le motivó. Se sintió menos solo cuando le pidió hacerle compañía, siendo este el desencadenador de que ambos se reuniesen en el muelle antes de la hora de zarpar. Para la capitana la añadidura fue más una bendición que un imprevisto tortuoso, excusándose con la idea de que, mientras engrosen la tripulación con vivacidad gigante, serían veloces al zanjar las misiones dictadas por Su Majestad.

     Al verse Ciro y Enit al borde del muelle, se saludan con gestos apacibles y amenos, hasta encontrarse cara a cara con sus rostros adornando las hileras de olas en el océano fulgurante, enfrascados en sus propios pensamientos a la hora de mirarse con extravío latente, dando paso a una confusión de la audiencia. Esperan con infinita paciencia la aparición de Leode, quien aunque enérgica, activa y despreocupada, no acostumbra a estar a la hora. Aunque ambos no lo admitan, llevan la demora como una intensa ocasión de nervios que no expulsan como verdades inherentes, sino que no se les complica afanarse como si no fuera la primera vez que viajaran lejos de su hogar, sin su familia y faltos de cualquier experiencia posible.

     —Mi mamá fue a expiarse —explica Enit, sintiéndose incómoda con sus manos sobre las caderas poco voluminosas—, como suele hacer antes de sus hechizos, e intentó ver qué sería del futuro de este viaje. Créeme que, si previera que nos ahogaríamos durante el séptimo día sobre el agua, yo no estaría aquí para acompañarte. Y tú faltarías, porque te habría avisado...

     —Es una suerte que me quieras vivo. Muerto sería más agradable, ¿no?

     Enit le golpea el hombro con lo que para ella se asemeja a una suavidad cortés, pero para Ciro es como si le golpeasen con una piedra grande, pero menos rasposa. Se recompone rápido, intentando que ella desapercibiera el dolor.

     —No digas tonterías, Ciro. —Una pequeña carcajada se le escapa—. Este viaje..., aunque robe un gran tiempo de vida, es una de las cosas que disfrutaré. Solo espero no marearme; ya sabes, no suelo aventurarme en navíos como este, y hace años que no piso una cubierta. Te sorprendería saber que con suerte hago el trayecto desde mi casa a la biblioteca, a la tienda y luego a casa otra vez.

     A él le parece irónico, como si estuviese describiéndolo. El sentimiento de compañía deserta una vez el grito de Leode les rebana los tímpanos. Ella tomó la oportunidad al encontrarlos desprevenidos y ahora se deshace en risas.

La Leyenda del Fénix de AshwethDonde viven las historias. Descúbrelo ahora