VIII

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El pequeño Vir deja su bolso en algún sitio de la mesa, quitándose el sombrero y ocultando su cabeza entre sus rodillas. Ciro no puede evitar sentir rabia contra el príncipe y los niños que se atrevieron a hacerle esto a su hermano, pero comprende que está atado de manos. El hijo de un duque, inclusive si la información fuese pública, no podría hacer un gran cambio; el único que podría arremeter contra la voluntad del agresor sería el viejo amigo de Pallas, el archiduque, sin embargo, él se encuentra en el campo junto a sus padres. Además, son los reyes, siempre, los que tienen la última palabra.

     Sintiéndose impotente, Ciro toma asiento al lado de Vir, manteniendo el silencio preguntándose qué querría él si estuviese en ese estado. «Por supuesto. No me gustaría que se fuera y se encerrara en su cuarto», es su primer pensamiento, irónico y punzante como una aguja.

     —El cabello volverá a crecer, Vir.

     —Y volverán a c-cortarlo —dice, con voz molesta—. Me gustaba mi pelo..., pero ese no es el problema... Y-yo... no me siento seguro allá...

     «Lo sé. Dije una estupidez. No puedo dejarlo regresar —reflexiona, martirizándose—, pero puedo dejar que se quede conmigo mientras le escribo lo sucedido a nuestros papás».

     La sala toma un aspecto deprimente. Ciro se siente encerrado en las paredes que dicen protegerlo. Se arremanga los brazos y carga a Vir con suavidad. Su peso es difícil de levantar para el delgado de su hermano, pero hace su esfuerzo llevándolo a través de las elegantes escaleras antiguas que resuenan en un repiqueteo con cada paso firme dado. Se dirige al cuarto del pequeño con la lentitud y el tambaleo propio de un navío mal construido. Lo suelta en su cama dejando caer un largo suspiro de cansancio.

     «Mañana no irá a clases. Luego de eso, vendrá el fin de semana y, para ese entonces, le habré enviado la carta a nuestros padres».

     Vir sigue llorando con desconsuelo, tanto, que a Ciro también le dan ganas de soltar unas lágrimas.

     Pasado el tiempo, Ciro ayuda a Vir a lavarse el cabello y sacar la extraña pegajosidad que tenía atascada. Para cuando lo cubren de agua por quinta vez, finalmente es posible dejarlo levantarse y darle paso a que se siente sobre su cama, con el pelo mojado, un poco más largo que antes, pero con mechones disparejos.

     Aprovecha para acomodarlo y traer una pequeña tijera para emparejarle el cabello. A su hermano pequeño nunca le gustó que se lo cortase alguna otra persona que no sea él. Siente natural la forma en que el mayor recoge las finas hebras de cabello y las agrupa para dejarlas caer.

     —No lo cortes mucho, Ciro.

     —No lo haré. Te quedará como melena.

     —¿Hasta el cuello?

     —Un poco más arriba.

     Es lo máximo que puede lograr.

     Para cuando termina, Vir logra secarse las lágrimas al estar en un ambiente cómodo y seguro. Se mira al espejo con su cabello bien cortado —Ciro había aprendido de su abuelo, que recurría a estas técnicas—, cayendo escalonado desde su oreja hasta su nuca. Ambos piensan que el resultado es mucho mejor que el esperado, sin embargo, esa sensación de vacío continúa emanando del aire.

     —¿Te gusta?

     —Sí. ¿Debería ocultarlo?

     —Mañana no irás a la escuela. Después veremos qué puedes hacer.

     Dejando las tijeras en una repisa, Ciro regresa hacia su hermano y se sienta cerca, en el borde de la cama, con la tensión dispuesta para ambos en el ambiente. Se pregunta si querrá hablar de lo que pasó, pero Vir es más rápido para cambiar el tema y evitar que su hermano tome las decisiones sobre la inteligencia emocional en una charla.

La Leyenda del Fénix de AshwethWhere stories live. Discover now