Capítulo VII

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Su caminar fue lento, arrastrando los pies como si de los mismos colgara un pesado yunque

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Su caminar fue lento, arrastrando los pies como si de los mismos colgara un pesado yunque. En la distancia la silueta del fuerte creció, y no sintió alivio ni paz. Aelya empujó las puertas principales, recorrió el largo pasillo del comedor, y ningún sonido hizo acto de presencia más que el que ella produjo al respirar.

El ambiente acogedor, cálido, que había acompañado aquellas estancias se había perdido. Había también un pequeño hueco en su corazón, pero este todavía no calaba en sus huesos.

No se había permitido siquiera mirarlo una última vez, pues la rabia, y aquel inconcluso sentimiento, se lo habían impedido. Éomer partió junto a su ejército, encabezando la marcha junto al mago blanco. Aelya no permitió tampoco ser obsequiada con un corcel, y recorrió las colinas y los secos prados desde el pueblo hasta el fuerte en solitario, con el sol escondiéndose tras su espalda.

Éomer, el simple murmullo de su nombre le ennegrecía los pensamientos. A punto estuvo de soltar un improperio cuando un piar cercano llegó a sus oídos. La golondrina, blanca como la nieve, aterrizó sobre un bajo mueble de madera.

— Supongo que a ti tampoco te dejaron marchar. —musitó sentándose en el suelo de piedra, y allí descansó por largos minutos— Padre me encerrará por, mínimo, veinte lunas cuando regrese a casa. Seguramente esté furioso.

El ave trinó en un canto sutil, queriendo acompañar su tristeza.

Aelya debía regresar, era la primera vez que pasaba tantos días alejada del hogar, entre extraños que, para su alegría, no se sentían como tal. Su madre, la única consciente de su viaje, debía de estar también añorándola. No clarificó cuántas noches iba a desaparecer, ni qué rumbo tomaría al volar, sencillamente partió con impulsividad.

Se dio cuenta de que, realmente, era igual a su padre en aquel aspecto. Testarudo en opinión, fogoso al actuar. La lógica no imperaba sobre sus corazones y, a pesar de ello, su padre jamás había mostrado empatía por quien no fuera de su pueblo.

Los cambiapieles habían sufrido por décadas la esclavitud, el dominio de los orcos y de todo aquel con maldad en el corazón. Eran desconfiados, y nada que Aelya pudiera decir cambiaría eso. Aunque la guerra creciera al sur, tan grande como el sol, su pueblo no se mostraría, no auxiliaría a quienes, antaño, no se dignaron a hacerlo con sus antepasados.

LA HEREDERA DE LOS CAÍDOS ⎯⎯ ᴇᴏᴍᴇʀWhere stories live. Discover now