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-No será el fin-dijo el secretario-, no totalmente, porque la historia es cíclica. Sólo será el fin de nuestra era, la quinta era, la época de los que vivimos bajo el quinto sol. Así como anteriores cataclismos pusieron fin a otros períodos cosmogónicos, el nuestro también acabará drásticamente. El final del decimotercer baktún, pero algo quedará, algo que será la semilla de una nueva era. La estrella se dividirá en nueve partes, los nueve señores de la noche. Bolon Tikú, los nueve en santidad, los llamaban los mayas. Quizá dos o tres de ellos ya no existan, pero todavía falta lo peor.

-¿Qué haremos al llegar a Inglaterra?-pregunté, bruscamente.

-Yo sólo lo acompañaré hasta la costa-dijo-. A partir de allí, lo acompañará otra persona. A su vez, al llegar a Londres, también tendrá un nuevo compañero que lo conducirá hasta la oficina del primer ministro. Su existencia, después de que arribemos a Inglaterra, ya no tendrá importancia para mí, ni yo representaré nada para usted. Simplemente, no nos veremos más.

Y, en efecto, en Inglaterra no nos vimos más. Misteriosamente, nadie intentó detenernos. Un hombre alto y rubio me custodió durante mi viaje a Londres. Me preguntó si yo estaba seguro de estar portando la libreta original del profesor Krimson, si durante mi estadía en el hotel Clinton no había advertido yo algún indicio de que alguien haya ingresado a mi habitación y sustituido la libreta original por otra. Le dije que no podía estar seguro de ello, aunque era posible que eso haya ocurrido. La agente Megan era tan hábil y subrepticia como una serpiente. Pudo haberme seguido hasta el hotel, haber robado la libreta, haber dejado otra en su lugar, acaso otra poblada de hojas en las que sus propias manos realizaron una serie de anotaciones que emularan torpemente las observaciones de Krimson. No lo había pensado, pero era posible, sobre todo porque nadie nos atacó, nadie intentó impedir que siguiéramos nuestro trayecto hasta la oficina del primer ministro, a quien debíamos entregar ese preciado documento. También cabía la posibilidad de que el propio secretario nos haya traicionado y perpetrado el temido intercambio, acaso confabulado con aquella monstruosa agente rusa.

Entonces le mostré la libreta a mi nuevo custodio. La revisó, leyó algunas páginas. Me preguntó si yo la había leído antes de alojarme en el hotel, si había considerado, al menos, su caligrafía antes de ingresar a la habitación en la que nos alojamos con el secretario. Le dije que había leído algunas páginas, lo cual era cierto, pero que no recordaba con exactitud la caligrafía, ni las palabras exactas que Krimson habría utilizado en las anotaciones originales. Pero algo me impulsaba a sentir que cometería un error apocalíptico si le entregaba esas instrucciones al primer ministro, y que la mano que las redactó no era la del venerable profesor.

-Debemos estar seguro-me dijo aquel hombre alto y rubio-. Un error podría ser fatal, y ya no podemos consultar a Krimson, porque ha sido asesinado.

Y cuando releí las primeras hojas de la pequeña libreta, comprendí la preocupación de mi nuevo acompañante. Había opiniones un tanto disparatadas, y hasta vulgaridades, que no se correspondían con la destreza intelectual de un verdadero científico. Ciertas conclusiones me hacían recordar los comentarios que el secretario hizo durante nuestro viaje a Inglaterra, y me resultaba difícil vincularlas con el carácter objetivo y sobrio del profesor Krimson. Pero lo que no puedo afirmar es que esas observaciones estaban anotadas allí cuando leí aquellas hojas por primera vez. Si estaban, no las advertí, o no advertí su naturaleza inverosímil. Krimson había comparado el artefacto con un acelerador de partículas, pero en las anotaciones de aquella libreta se describía algo mucho más complejo, mucho más aterrador.

El devorador de planetas y otras historiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora