EL DEMOLEDOR DEL FUTURO

10 0 0
                                    

Esperé en el auto.

No había nadie en las calles, pero el letrero luminoso de un salón de fiestas permanecía encendido, como la llama de una solitaria vela en medio de un cementerio.

Yo me entretenía mirando sus luces, que cambiaban de color sucesivamente. Estaba solo, fumando uno de los últimos cigarrillos que me quedaban en el paquete que había comprado esa tarde, esperando a que ese hombre salga para atraparlo y llevarlo, esposado, a la comisaría. Un hecho de podía ocurrir en cualquier momento.

Pero no ocurría.

Miré el reloj que colgaba del espejo retrovisor. Las cuatro de la madrugada. El humo del cigarrillo tendía un delicado velo entre ese artefacto plateado y yo. ¿Dónde lo había comprado? No, me lo habían regalado.

Revisé la guantera. Creía que había guardado el otro reloj allí, el que no funcionaba pero que representaba para mí un objeto especial.

No estaba.

¿Dónde lo había dejado?

Había salido apurado del hotel. Donson me avisó de golpe, cuando yo no esperaba ninguna llamada suya. Me dijo que habían visto al criminal subiendo las escaleras de ese edificio. Me dio la dirección, me dijo que me apure.

Salí corriendo.

Tal vez dejé el reloj sobre la mesa de luz. No funcionaba, pero me servía de amuleto, y me sentí un poco desprotegido cuando comprobé que no estaba en esa guantera.

Me aferré al volante para no quedarme dormido. El cansancio empezaba a vencerme. Bajé la ventanilla y arrojé a la calle lo poco que quedaba del cigarrillo con el que traté, vanamente, de apaciguar mi nerviosismo. Escuché dos disparos, pero no tenía razones para alarmarme ante ellos en esa ciudad, donde el crimen era tan habitual. Lo raro hubiera sido estar allí, a las cuatro de la madrugada, y no escuchar ningún disparo.

Pero entonces escuché otro ruido, un chirrido, ante el cual no podía evitar sobresaltarme, porque la puerta principal de ese edificio había sido abierta. Un hombre salió de allí, y caminó hacia la esquina, con las manos en los bolsillos de su sobretodo negro.

Agarré las esposas, abrí lentamente la puerta de mi auto, pero él (no sé si porque advirtió mi presencia), empezó a correr.

De pronto no lo vi más.

Corrí yo también hacia esa esquina y, cuando doblé por la calle transversal, no sólo me encontré frente a los automóviles y las casas que habitualmente se pueden ver en ese rincón de la ciudad, sino que también había allí una enorme maquinaria, que evidentemente había sufrido un accidente, y que tenía una entrada rectangular en su centro.

Atravesé esa abertura, en busca del criminal, pero en el interior de aquella invención, luego de recorrer un gélido y humeante pasillo, encontré un hombre que estaba tirado en el suelo, con la ropa rasgada, barbado, muy pálido y flaco. Evidentemente, era un hombre débil y hambriento que agonizaba. Sin embargo, cuando me acerqué me dijo:

- ¿Lo hizo usted solo? - pregunté, porque no sabía qué decir.

- En cierta forma sí -respondió-, porque también lo hice gracias al parásito, ese filamento maldito que divaga por el espacio exterior y que se instala en el cerebro de estos seres, luego de ingresar a través del oído o de alguna de sus fosas nasales. Estimula la actividad neuronal, intensamente, de tal manera que la conciencia de la víctima se expande, se convierte en una frenética máquina de pensar, de recordar y sentir, y en una especie de campo magnético que puede incluso envolver a otras mentes en su locura sensorial. Pero esa hiperactividad, que le otorga al animal ese desmedido poder intelectual con el que incluso puede controlar telepáticamente a otros seres, también lo cansa. Lo marea, y lo debilita, porque el parásito se alimenta de esa energía psíquica, y es entonces cuando yo pude atacar. Créame, las bestias apenas se defendieron. Tan aturdidas estaban...

Y luego de decir esto, simplemente murió. Estaba exhausto, y aunque no parecía ser alguien capaz de enfrentarse siquiera a un ser humano común y corriente, le creí, no sé por qué sentí que estaba diciendo la verdad y que ese hombre enfermizo había librado una batalla contra ciertos seres colosales y que, misteriosamente, había encontrado la manera de vencerlos.

Pero no imagino a qué clase de monstruosas criaturas se refería.


(Texto anónimo, hallado junto a los informes firmados por Marco H. Ford)

El devorador de planetas y otras historiasDove le storie prendono vita. Scoprilo ora