La ciudad amaneció hoy envuelta en un silencio particular. Decidí, otra vez, quedarme en mi casa. No necesitaba comprar nada en el centro comercial, pero tampoco podía dejar de pensar en la oficina de correos, donde acaso estaba ese pequeño resquicio que yo necesitaba atravesar.
La respuesta estaba fuera de mi departamento, en las calles, lamentablemente. De nada me servía quedarme aquí adentro y dejar que los pensamientos carcoman mi mente.
A eso de las 11 de la mañana, o un poco más, cerca del mediodía, en esa hora que podríamos considerar "tranquila", salí a las calles, sin un recorrido planificado. Simplemente caminé, en cualquier dirección, hasta que vi a Clarisse nuevamente, quien, al igual que yo, caminaba sola y con cierto nerviosismo por una calle que desembocaba en la avenida.
Ella me vio, y detuvo durante un instante sus pasos. Llevaba una carpeta apretaba contra su pecho. Yo tenía la esperanza de que se esté dirigiendo hacia su lugar de trabajo para encontrarse con Thomas, así que la seguí, muy disimuladamente, pero sin preocuparme demasiado por disimularlo porque existían muchas razones por las cuales ambos podríamos estar dirigiéndonos hacia el mismo lugar. La necesidad de enviar una carta, de recoger una encomienda, por ejemplo.
Muchas personas usaban la oficina de correo, todos los días.
Pero ella iba hacia otro lugar. Se paró de pronto frente a un enorme portón de color celeste, lo desplazó e ingresó en un ámbito totalmente desconocido para mí.
¿Qué era ese lugar?
Me acerqué lentamente a ese portón, que ahora estaba cerrado. Traté de percibir algún sonido que provenga del interior de esa edificación rudimentaria, pero no percibí nada, y entonces tomé la decisión de ingresar a ese sitio y encarar de una vez por todas a esa mujer para plantearle lo que me preocupaba. Ya no valía la pena andar con rodeos, porque yo necesitaba descartar opciones y si entre Clarisse y Thomas existía una complicidad yo iba a descubrirlo con sólo preguntárselo a ella. En ese caso, si existía, se pondría nerviosa, me mentiría con una falacia fácil de desenmascarar, y nada más. Pero también podía darme una explicación totalmente lógica y convencional, que me permitiría consagrarme a investigar otros aspectos de la vida de Thomas, otros canales por los que yo podría huir.
Así que desplacé el portón hacia un costado, con todas mis fuerzas, ruidosamente, y, cuando me dispuse a dar un paso en el interior de ese recinto, dos perros negros y altos saltaron hacia mí y empezaron a perseguirme. Yo corrí como nunca antes, porque ellos eran veloces. Busqué la calzada para que ellos se vean obligados a eludir automóviles, y el tráfico me ayudó a despistarlos, incluso uno de ellos fue atropellado por una motocicleta y creo que murió instantáneamente, porque no volví a verlo, pero el otro siguió detrás de mí, y cuando ya estaba a punto de alcanzarme se escuchó un disparo y su cuerpo se desplomó inmediatamente.
Un hombre se acercó a mí con una escopeta en sus manos.
-Casi-dijo, simplemente.
-Muchas gracias-le dije, adivinando que había sido el autor del disparo.
-Creo que alcanzó a morderlo-dijo, mirando mi mano derecha, la cual estaba manchada de sangre-. Acompáñeme, le ayudaré a desinfectar la herida. Hay que hacerlo rápido.
No, no me había mordido. Yo me había lastimado al caer al suelo cuando el disparo me ensordeció, pero estaba tan aturdido, tan cansado, que decidí acompañar a ese hombre hasta su residencia, donde me colocó una venda con un líquido alrededor de mi mano, mientras una mujer y una niña lo contemplaban en la macilenta claridad de un comedor bastante arcaico.
-Con eso estará mejor-me dijo-. Si la mano se pone algo oscura, tendremos que aplicar otras medidas. Yo no andaría por esas calles sin un arma. ¿No tiene una?
-No-respondí-. Desde que fueron prohibidas no pude conseguir ninguna. Me sorprende que alguien en esta ciudad tenga una. Sí, salí apurado, no me di cuenta. Pensé que a esta hora no ocurriría nada.
-Ahora sí-dijo él-. Ahora puede suceder en cualquier momento. Ya no hay ni siquiera una "hora tranquila". No, ya ni eso. Ayer, a esta misma hora, trataron de atacar a mi esposa y mi hija. Por suerte estaba yo cerca de ellas. Usted también tuvo suerte de haber sido perseguido por un ejemplar, digamos, no muy hábil. De otro modo, no estaría vivo. Algunos son muy veloces, tienen una velocidad que no es propia de un perro, sino de otros animales. Del guepardo, por ejemplo, que es el animal terrestre más veloz del planeta. O, peor aun, la de animales que fueron más veloces que éste y que se han extinguido. Pero que estén extintos no significa que no se pueda obtener de sus restos fósiles algunos componentes. Hubo una especie de tigre, en el Pleistoceno, capaz de alcanzar una velocidad realmente increíble, superior a la que actualmente caracteriza al guepardo.
-¿Qué quiere decir con eso?-pregunté, alarmado.
-Mejor dejemos esta discusión para otro momento-dijo él-. ¿Por qué no descansa? Puede quedarse por hoy en esta residencia. Si lo atrapan ahora en las calles no creo que tenga fuerzas suficientes para defenderse. Además, debo darle un arma, no puedo dejar que se vaya así.
Acepté el ofrecimiento y a eso de las 2 de la madrugada la mujer ingresó a la habitación en la que yo todavía estaba despierto. Me preguntó si necesitaba algo.
-No-le respondí-. Gracias. Estoy bien.
-Mi esposo está reparando un arma que perteneció a mi abuelo-dijo ella-. Es muy antigua, pero le servirá. El padre de mi abuelo fue judío. Intentó escapar del campo de concentración y fue apresado por uno de esos perros que en ese entonces usaban los nazis. Murió, porque las heridas fueron profundas, y uno de los médicos notó algo extraño en ellas. Revisaron la mandíbula del animal que perpetró el ataque y descubrieron que poseía 6 colmillos. Se lo consideró una mera anormalidad genética, pero mucho tiempo después la ciencia descubrió que existió en la prehistoria el animal del que le habló mi esposo, el cual poseía 6 colmillos, además de un pelaje blanco, con rayas rojizas, y ojos de un color azul muy intenso.
No supe qué decirle, y ella se dio cuenta de eso, así que se despidió de mí y se fue. A la mañana, el hombre que me había salvado la vida me obsequió el revólver y me dio algunos consejos. Yo me encaminé hacia mi casa, pero antes de llegar a este destino decidí pasar por el lugar en el que casi pierdo la vida. El perro estaba todavía allí, muerto. Lo cual no me sorprendió porque la gente no suele acercarse a estos animales aunque ya no resulten peligrosos.
Pero yo sí me acerqué a él. Me arrodillé junto a su cuerpo helado, le tomé la cabeza, le abrí la boca y revisé su mandíbula: tenía 6 colmillos. Dos de ellos bastante largos y puntiagudos, en la quijada superior, y otros cuatro en la inferior, no tan desarrollados, como si apenas estuvieran naciendo.
Sentí un escalofrío que recorría todo mi cuerpo y que recorría, también, gran parte de la historia de la Humanidad. Pensé en los perros que habían sido utilizados en Irak y de los cuales también se decía que tenían 6 colmillos. Y cuando separé sus párpados descubrí que los ojos del animal eran de un castaño sombrío, aunque bordeados parcialmente por una franja azulada, como si éste color hubiera intentado apoderarse alguna vez de todo el iris, desistiendo finalmente de su propósito.
Me alejé del animal temblando. Me dirigí luego hacia mi departamento, me encerré en el comedor y encendí la televisión para defenderme de mis propios pensamientos. Estaba demasiado confundido y nervioso como para planificar una nueva estrategia, así que dejé que transcurrieran los días hasta que volví a sentirme capaz de tomar una decisión correcta.

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El devorador de planetas y otras historias
Science FictionLos informes redactados por un hombre que está perdido en los laberintos del tiempo dan a conocer eventos insólitos que sucederán en el futuro, y la existencia de una criatura descomunal que puede poner en peligro a todo el sistema solar.