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Antes de que pudiéramos llegar a Londres, incineramos la libreta. El hombre que me custodiaba insistió en que debíamos hacerlo y finalmente no pude evitar que me convenza. No sé si fue la actitud más acertada. Pero hubo dos circunstancias que me inclinaron a sentir que sería la mejor decisión. Una, la facilidad con la que nos estábamos acercando a nuestro destino, sin que ningún espía ruso, ningún agente especial, intente detenernos. La otra, la segunda lectura a la que sometí el texto presuntamente redactado por Krimson. ¿Era posible que exista una estrella de esa clase, un proceso de explosión tan complejo? Y si existía en la constelación mencionada en ese texto, ¿cómo se explica que sea indetectable para nuestros avanzados sistemas de vigilancia espacial? Además, yo recordaba que, en mi primera lectura de esas observaciones, noté el hecho de que no se aclaraba con absoluta convicción el origen del artefacto, postulando la idea de que podría haber sido fabricado por los aztecas o por los mayas. Posteriormente, luego de que el coronel aseverara durante la última charla que tuvimos que el artefacto era maya, un pasaje de esas observaciones le daba la razón, según pude descubrir al releerlas.

Todo resultaba tan extraño que sentí un enorme alivio cuando me deshice de esa libreta, aunque era posible que ese hombre alto y rubio que me aconsejaba destruirla tuviera alguna vinculación con la facción rusa que nos acechaba. Yo no sabía en quién confiar. Hasta el propio coronel me resultaba sospechoso.

Nunca llegué a Londres. Regresé en taxi al puerto y me quedé allí, solo, durante algunas horas, contemplando el mar. Una noche sin nubes y sin estrellas. El cielo era una interminable lámina negra en la que descollaba la horrible coloración amarilla de la luna. Las aguas estaban completamente en calma. No soplaba el viento, y no se escuchaba ningún ruido.

Todas las cosas parecían estar aguardando su extinción.

El devorador de planetas y otras historiasDove le storie prendono vita. Scoprilo ora