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- ¿Qué te parece?- preguntó el hombre que estaba sentado sobre la arena.

El animal, obviamente, no respondió. Era un cuervo, enorme, hermosamente negro. Observaba fijamente a Ralph, cuyo rostro estaba eclipsado por el ala de su sombrero. Había algo delgado que temblaba en su boca, como un cigarro retorcido. Tal vez fuera el tallo de alguna planta. Lo masticaba, desganadamente.

El animal, que ahora estaba parado sobre la raíz sobresaliente de un árbol, siempre viajaba con Ralph, posado en su hombro izquierdo. Nunca lo abandonaba. Atravesaban juntos desiertos y montañas, luchaban contra monstruosidades, comían y dormían juntos...

Ralph lo trataba como si fuera un amigo, una persona.

- ¿Eh?- balbuceó Ralph- ¿Entonces, qué te parece? Bajaremos durante el amanecer. La bestia seguramente estará dormida, como dijo el hombre del pueblo.Le dispararé y nos marcharemos. Un disparo será suficiente. Bien, quizá sea tan grande como dicen, pero un disparo seguramente será suficiente.

El animal, obviamente, no respondió.

¿Por qué le hablaba constantemente a una criatura que no podía responderle, ni siquiera comprenderlo? ¿O lo comprendía?

Tal vez por aburrimiento, para mitigar el sopor de las vastas regiones que debían recorrer. Ralph y su oscuro compañero debían atravesar constantemente largas distancias, y muchas de ellas eran desiertos o valles lúgubres y silenciosos. No tenían un hogar. Por lo general, cazaban monstruos, a cambio, por supuesto, de alguna recompensa. Pero muchas veces Ralph tuvo que enfrentarse a hombres como él, a los "imperfectos", como los llamaban los alienígenas, porque los seres humanos podían ser tan peligrosos como las criaturas más monstruosas. Su compañero, aquel majestuoso y enorme cuervo, al que Ralph llamaba Imhotep, luchaba tan bien como él. Todavía estaba grabado en su memoria aquel momento en el que Imhotep le arrancó los ojos a ese bandido que había intentado robarles el poco oro que llevaban en esa bolsa de cuero macilento. Y también recordaba con claridad, y con horror, cuando Imhotep se enfentó al gigante de las montañas.

Pero ahora iban en busca de un enemigo acaso más peligroso, una bestia descomunal, que tal vez provenía de otra galaxia, a la que los habitantes de cierto pueblo llamaban "el Señor de los Pantanos".

Caminaron durante toda la noche, cruzando una especie de páramo, y luego un bosque muy breve. La luna a veces los acompañaba, y a veces se ocultaba detrás de nubes de diversos colores. El cielo cambiaba constantemente de color, y a medida que se acercaban al lugar en el que presuntamente debían encontrar a la bestia, esos cambios se hacían más frecuentes. El cielo parecía ser asaltado por relámpagos rojos, verdes, azules, como si enloqueciera a medida que la aparición del monstruo se hacía más inminente.

- No es nada- le decía Ralph al animal que estaba posado en su hombro-. No hay que perder la calma, amigo. Quizá sean espíritus que quieren confundirnos, o algún brujo. O tal vez esos alienígenas con sus naves espaciales. Se creen superiores a nosotros porque tienen dos cerebros. Sólo quieren atemorizarnos. No es nada, amigo. He visto cosas peores.

Hizo una pausa. Se detuvo porque divisó algo a lo lejos, algo parecido a una cueva o altar hecho de piedras.

- Debe ser el pueblo- dijo Ralph-, o la residencia de la propia bestia.

Entonces el ave desplegó sus alas y voló, dirigiéndose al lugar que Ralph observaba. Planeó sobre la construcción, y también sobre otras que estaban distribuidas por esa región. Parecía ser un pueblo, un pueblo abandonado. El horror a la bestia quizá había causado el exilio de todos sus habitantes. Podía ser el pueblo del cual provenía el hombre que le encomendó la misión.

No había señales de vida, más que esa sombra que bajaba y subía, indagando en las puertas y ventanas a las que nadie se asomaba, explorando la región obsesivamente.

- ¡Es el pueblo! -gritó Ralph- El hombre me dijo que estaba deshabitado, que todos se habían ido. Cuidado, amigo, la bestia debe estar cerca.

Pero Imhotep había desaparecido. Ralph no volvió a verlo. Comenzó a reinar un gran silencio y, de pronto, los tres ojos del Señor de los Pantanos se abrieron ante él.

La bestia era gigantesca, horrible. Fue como si hubiera emergido mágicamente de la nada. Ralph no lograba visualizar claramente su forma. Sólo pudo notar que poseía tres ojos, dos narices, y una boca repleta de dientes. El resto de su cuerpo estaba como embutido dentro de esa cabeza, sofocado por ese rostro, retorciéndose y modificándose incesantemente.

¿Imhotep?

No dejaba de hacerse mentalmente esa pregunta, a pesar de que la bestia frente a él se sacudía furiosamente. El arma que Ralph tenía en sus manos era poderosa y un solo disparo podría destruir a su adversario, pero no disparó inmediatamente. Contempló a la criatura. Estaba como embelesado ante su deformidad, porque su cuerpo cambiaba de forma constantemente y donde había un ojo o una boca de pronto aparecía algo parecido a una pata, o una garra o el vientre de la bestia. Las partes de su cuerpo se sustituían entre sí. Era un cuerpo que luchaba contra sí mismo, y Ralph no dejaba de contemplar el siniestro espectáculo hasta que un impulso repentino lo empujó a jalar del gatillo.

El terrible disparo hizo retroceder a la bestia. La hirió gravemente, pero Ralph estaba más preocupado por la ausencia de Imhotep que por la descomunal criatura que agonizaba frente a él.

¿Dónde estaba? ¿La bestia acaso lo había atacado, lo había devorado?

En el mismo instante en que la bestia apareció ante él, Ralph creyó haberlo visto, en ese solo instante, apenas un instante, como una pequeña brizna negra en ese caos gigantesco que se agitaba frente a él, una breve luz dentro de un incendio, un suspiro en la tormenta, apenas audible. Muy brevemente, la imagen de Imhotep gravitó quizá por última vez ante sus ojos mientras la bestia emergía, pero Ralph no lograba discernir en su memoria el momento en el que ambas criaturas se encontraban. Imhotep sacudía sus negras alas allá, lejos, y la bestia avanzaba hacia Ralph. No parecía posible que ella lo hubiera atacado, o devorado. ¿Pero era Imhotep esa pequeña mancha oscura que gravitaba a lo lejos? Estaba demasiado lejos para discernirlo con claridad...

Exploró la región, ingresando en las precarias construcciones y revisando, también, los alrededores. Le resultaba difícil concebir la idea de que su heroico compañero había sido vencido, incluso por un ser tan monstruoso como el que acababan de enfrentar. Ese cuervo era para Ralph tan intrépido, tan majestuoso e inteligente como aquel legendario ingeniero egipcio llamado Imhotep, que ideó la construcción de la pirámide escalonada, y por el cual Ralph siempre había sentido una temerosa admiración. Por eso había decidido darle a su leal compañero ese ilustre nombre.

Sin embargo, Imhotep no estaba en ninguna de esas construcciones. Tampoco en los alrededores. Por lo que Ralph se acercó nuevamente al cuerpo inerte de la bestia. Lo descuartizó con un ampuloso cuchillo, y, aunque la criatura había fallecido, sus vísceras se desplazaban y se enredaban en su interior como serpientes, estimuladas, acaso, por un impulso nervioso que había logrado sortear la muerte general del cuerpo.

Pero Imhotep tampoco estaba allí.

Comenzaba a anochecer. El silencio volvió a apoderarse de aquel pueblo abandonado, con mayor fuerza, mayor crueldad, como si regresara impulsado por un oscuro resentimiento.

A lo lejos, los escasos árboles se movían en la creciente brisa nocturna.

Ralph guardó el cuchillo y se alejó, lentamente, del pueblo abandonado y de los restos mutilados de la indescriptible criatura.

Existía la posibilidad de que Imhotep estuviera vivo, en algún lugar, y que vuelvan a encontrarse, pero, de ser así, Ralph no lograba conjeturar el motivo por el que su inseparable compañero se había ausentado de una manera tan imprevista.

Caminó, sin saber exactamente hacia dónde se dirigía, sintiéndose un poco solo, triste, pero también reconfortado por una débil esperanza, por una voz, apenas audible, que le decía que su compañero estaba vivo, aunque esa voz a veces se escuchara también como un lejano lamento, una melodía triste y melancólica que se apagaba lentamente.

Caminó, por los desolados parajes, bajo un cielo ahora misteriosamente tranquilo y azul que tenía el aspecto de la calma que precede a una nueva tormenta.

El devorador de planetas y otras historiasWhere stories live. Discover now