Encierro

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Mis padres me visitaron el septiembre pasado. Y volverían dentro de unos días, en junio, justo a tiempo para el final del año escolar de los nuevos estudiantes en la isla.

Casi todas las noches, las lágrimas caían de mis ojos, golpeando mi alma mientras el amargo recuerdo de mis amigos se desvanecía lentamente de mi mente. Sabía que algún día serían solo un vago recuerdo, sin rostro ni forma, y eso me atormentaba más que cualquier otro aspecto de este maldito encierro.

Con el pasar de las semanas, mis días se convirtieron en una rutina monótona de ejercicio y desesperación. Más de treinta mil lagartijas y abdominales marcaron el paso del tiempo, en un intento desesperado por mantener mi cuerpo y mi mente ocupados, lejos del abismo de la locura que acechaba en cada esquina de mi celda.

Y fue entonces que decidí improvisar un saco de boxeo con la almohada y una tela de la sábana. Pues llego un punto en que las lagartijas y las abdominales, no eran suficientes para calmara frustración que sentía.

Los guardias retiraban la almohada una y otra vez, pero yo lo volvía a armar cada vez que tenía la oportunidad.

Era mi única válvula de escape en aquel aislamiento, mi manera de mantener mi cordura a flote en aquel mundo empeñado en arrastrarme hacia la oscuridad con la impotencia y el enojo recorriendo su camino por mis venas. Impactando una y otra vez con cada golpe en aquella almohada.

Como parte de la rutina, cada tercer día me trasladaban a la parte superior de la torre, donde se había adaptado una regadera grande con una vista impresionante del inmenso mar. Y ese pequeño oasis era un momento efímero de libertad, con el sol acariciando mi piel y el viento, aunque atrapado tras la ventana sellada, susurrandome los misterios profundos de la isla, ocultos en cada ola del océano.

Fue durante una de esas visitas a la regadera que descubrí la cercanía de la celda de Lucas. Con su grito desgarrador resonando a través de la altura del faro, y el eco de su voz llevando consigo la angustia y la desesperación de su mente. Me estremecí al reconocer el nombre de su hermano en aquel grito, sentenciando el sombrío lazo que al final del día, terminaba por unirnos a todos en este horrible lugar.

Esa noche específica me llevaron a la ducha en la madrugada, cuando los rayos del sol ya se habían ocultado por completo y una débil luz plateada se colaba en su lugar.

Los guardias cerraron la puerta y aguardaron al pie de la entrada a que terminara de bañarme.

Solo disponía de diez minutos, y desperdiciaba cinco, observando por la ventana hacia el interminable mar.

Imaginé el cuerpo de una sirena surcando las olas, y las exquisitas curvas de Olivia meciéndose con cada golpe del agua.
Visualicé sus verdes ojos esmeralda, mirándome desde el infinito, y la imaginé extendiendo el brazo para tocarme.

Con la punta de mis dedos rozando el cristal helado, intenté alcanzarla. Pero sabía que todo era una ilusión, un juego de mi mente en mi contra.

Y aún consciente de eso, una lágrima se deslizó por mi mejilla, anhelando que al menos ella no olvidara los detalles de los dibujos en mis brazos. O la profundidad del azul en mis ojos, que esa noche se inundaba con tanto dolor como la grandeza del mismo océano, donde fantaseaba con la viva imagen de su recuerdo.


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Diario mental de Arabella

Día 351

"Ayer despedacé por completo mi almohada en mis improvisados entrenamientos.

Y sorprendentemente, no han venido a reemplazarla con una nueva, lo que me llevó a pasar toda la noche con la cabeza hundida en el colchón. Y que solo logró que hoy me despertara con un dolor agudo en el cuello.

ARABELLA II: Puños de sangreWhere stories live. Discover now