Capítulo 33: Atlantis

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Si los viajes de Máximo implicaran siempre unos días en casa de mamá, me alegraría de verle partir tan seguido como fuera posible; pero la celebración de año nuevo no es solo una reunión de cierre administrativo, sino también una festividad. Evento al que toda la familia está invitada a asistir, tras los tres días de junta de cierre entre los representantes de las diecisiete familias. El que Máximo, como duque de la familia real, tenga su lugar asignado en dicha reunión, es razón para que yo, como su prometida, deba acompañarle para el festín de bienvenida al nuevo año.

Si tan solo nuestra aventura terminará tras la fiesta, podría sentirme menos intimidada por estar a escasas cuarenta horas de conocer a los reyes, mi futura familia política, por primera vez. Pero más allá de asistir a un evento oficial, he de permanecer en la ciudad hasta el cumpleaños de Máximo, en cinco días más, para una reunión familiar, donde de seguro Caesar estará a sus anchas pavoneándose conmigo de lado a lado frente a sus padres.

El tiempo, que es un animal indomable, te muerde la mano cuándo crees haberlo domado. Y así, el corto viaje de dos horas, que pensé sería tan afable como un recorrido turístico, hace que vomite todo el camino desde el puerto hasta Atlantis. El interminable azul del océano; lo imperturbable, incambiable y perseverante de sus aguas, lo repetitivo del oleaje y su indiscutible capacidad de multiplicar el tiempo de formas inesperadas, me revuelve el estómago hasta dejarme destruida sobre mi asiento. No implica este exasperarte viaje que no admire lo vasto y magnifico de los océanos, solo es cuestión de emociones: un recorrido en cápsula sin compañía ni conexión neuronal, es como estar sentada a la deriva en medio de la inmutable nada perdida en mis nervios por la reunión de año nuevo.

El descenso en la plataforma externa de Atlantis me levanta el ánimo en principio. La idea de alguna forma de distracción me apura a dejar la cápsula, pero basta con abandonar el ambiente climatizado para sentir el abrumador calor chocar contra mi cuerpo. En unos pocos segundos mi piel se torna pegajosa, mis sabios degustan el sabor a sal y mis rostro anhela el fresco aire de casa. Ni siquiera el traje liviano de telas para transpirar y solo un par de tirantes de sostén resultan de ayuda. ¡Odio el calor y odio el océano!

Un par de minutos después, mientras discuto acaloradamente —¡vaya palabra más apropiada!— con la empleada a cargo de asistirme, veo de soslayo una figura femenina caminar desde el lado opuesto del hangar de cápsulas. La mujer está cubierta en livianos pero abundantes velos, que le recorren de pies a cabeza. Cálculo sin demora que es varios centímetros más alta que yo y, tras girarme a detallarla la descubro acompañada de un largo sequito de asistentes. Aunque pasa de largo sin acercarse, reconozco su rostro, el imposible rostro de la belleza.

A Valentina Arce la conocí, como a la mayoría de personas, en el instituto prenupcial. Ella era una interna de veintitantos cuando yo ingrese hace cuatro, famosa por tener el cuerpo cubierto de incrustaciones. Yo la recuerdo más por la mariposa multicolor en su rostro, de tecnología proyectiva in vivo, aunque de eso ya no queda ni la sombra. Imagino que somos contadas las personas que podemos asociar a la impecable duquesa Igraine de la casa Aput con la mujer que de esa época. Admito que en medio de mi ingenuidad no comprendía su extraño gusto por las modificaciones corporales extremas ¿Por qué una mujer escondería su propio rostro? Pero si no entiendes el sistema, no entiendes a quién huye de este.

Su rostro de colores cambiantes se refresca en mi memoria mientras se aleja, yo no puedo retirar la mirada de la imponencia que proyecta. Entre la docena de personas tras de ella, logro divisar la presencia de un niño de menos de seis años, perdido entre los adultos a su alrededor. Igraine no se gira en dirección a él ni siquiera ante un pequeño tropiezo, y yo lo veo como una pieza más del equipaje a cargo de sus empleados.

Cuándo la duquesa se pierde entre las puertas de la ciudad, apuro a mi asistente a terminar el proceso de instalación, urgida por el deseo de encerrarme en un ambiente más fresco.

Atlantis no solo es la última frontera al oriente del continente, sino una isla artificial en medio del único océano con vida y un vestigio de la tecnología de la Federación. Es una lástima que la vida no pueda apreciarse desde los corredores del complejo para nobles que rodean las habitaciones, por más cristalinos y traslucidos que sean, con sus vistas ininterrumpidas del Atlántico. Y aunque guardaba la esperanza de encontrar algo alentador estando en tierra, no hay ningún cambio en las sensaciones que tanto azul me produce, aun es una amenaza interminable.

Me causa pesar y preocupación por igual el no tener ninguna conocida conmigo en este viaje. Solo los duques y sus familias tienen una invitación asegurada, además de los representantes seleccionados que varían cada año. A Elora se le habría permitido asistir, por ser el barón el encargado este año de la organización, pero está en una etapa avanzada de su embarazo, y aparte del viaje a la zona 14, no puede permitirse grandes travesías. Ni hablar de la condesa Damaris o la dama Irene, una viuda y otra con un rango demasiado bajo. Lo que sí puedo agradecer es no tener que soportar a Belladona, con Magdala tendré suficiente para toda la semana. Su sola asistencia me mantendría en casa, de no ser por la insistencia de Caesar; después de todo preferirá evitar ser asociada con Máximo.

Ya frente a la entrada de la habitación que se ha asignado, la posibilidad de estar compartiéndola con Máximo me atraviesa la cabeza. Resulta alentador encontrar, tras abrir la puerta que mi habitación es contigua a la suya y no la misma.

Tras tomar una siesta, una ducha y descartar la idea de leer, me dispongo a visitar los niveles inferiores y realizar un recorrido por los mercados locales de la ciudad azul, pero antes de alcanzar la puerta recibo un mensaje de Caesar a mi terminal. En pocas líneas me invita a pasar la tarde junto a él en los grandes acuarios en la zona más profunda de la ciudad. Sonrío entusiasmada de conseguir compañía para mi paseo. No tardo en responderle, proponiéndole ir vestidos de civil, para pasar desapercibidos y evitar los rumores, lo que él acepta al instante. Mientras me cambio de ropa recuerdo la última vez que visité Atlantis, meses antes de ingresar al instituto, con mis padres. Los paseo por los mercados de la ciudad, a papá y mamá llevándose bien; a Amelia aun arrastrándome a los acuarios tomada de la mano, las risas y los berrinches.

Al salir mantengo mi mano en el detector y espero que se corra la puerta, cierro los ojos e imagino a mi familia esperando detrás, pero al abrir los ojos solo está el océano al otro lado del corredor, calmo y azul.

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