Capítulo 14: Condesas y Damas.

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El carro cruza el portón de la mansión de Belladona; adelante, en la zona de parqueo, una joven mujer rechaza al chaperón. Sus gestos se debaten entre la elegancia y la soberbia. Sonrió con disimulo al verla, no quiero que nadie note cuánto deseo ser capaz de demostrar esa fortaleza. Me despido de Máximo con una inclinación de cabeza y me apresuro a tomar el gancho de mi chaperón, para seguir a la mujer. Su fuerza resuena en cada uno de sus pasos, su figura se contornea imponente sobre el puente transparente y curvo que, comunica el estacionamiento con la mansión sobre el lago de nuestra anfitriona.

La maraña de cabello negro de la chica, es más un nido de pájaros que un peinado; su esbelta figura se esconde tras una tela oscura desde su cuello hasta sus tobillos, ceñida a su contorno dibuja una silueta cual trazos de lápiz. Unas alas hechas de hilos de plata en su espalda completan su aura de firmeza. Ante mis ojos hay un cuervo entre princesas. Mi pecho se comprime con envidia, con anhelos por la rebeldía y el ímpetu. Al fondo, los salones, con muros ovalados y espacio apenas suficiente para reducidos grupos de invitados, se extienden sobre toda la superficie acuática. Alrededor, coloridos vergeles con frutos de temporada me hacen evidente que se trata de la época del año más favorable para la mansión; en el interior, los colores pastel se pierden entre el blanco de las paredes y los ensueños de delicadeza de las invitadas.

Sin embargo, no es aquella invitada quien acapara la atención de las presentes al ingresar al salón, su paso solo merece un silencio instantáneo, en su lugar soy yo quien causa una conmoción. Recibir tantos saludos y miradas, mientras ella es asilada, solo incrementa mi deseo ansioso de acercarme, pero la oportunidad se escapa conforme la multitud me rodea y las caras conocidas incrementan.

Pronto me encuentro acorralada por viejas damas, todas con exceso de rejuvenecimiento facial, cargadas de sonrisas vacías y murmullos sin contenido. Experimentados ejemplos de aquello en lo que me convertí. Sonrío, como si su presencia me emocionara, les recuerdo cuanto las he echado de menos, cuánta razón tenían en sus consejos. Si, las observo como el producto de sus enseñanzas.

—¡Oh, querida! —escucho a mi costado derecho.

Me giro para encontrarme de frente con una vieja conocida, una a quien me ánima encontrar. Sonrío al reconocer su rostro y, bajo mi cabeza en señal de respeto.

—Condesa —digo, antes de levantar mi rostro de regreso a ella—. No sabe cuánto me alegra verla.

—Es a mí a quien le alegra ver que estas bien. —responde, señalando con sus ojos a la mujer junto a ella.

—¡Oh! Dama Irene —saludo, ofreciendo una sutil reverencia—. Disculpe mi grosería. Es una dicha saludarla hoy.

La dama Irene es la viuda más famosa en esta región, quien conociera las mieles de la nobleza sin permanecer casada ni un solo día, empezando su noche de bodas con tan solo 27 años. Es además la mujer más cercana a la condesa Damaris desde sus años universitarios.

—Tranquila, pequeña prometida —dice sonriente—. Entiendo cuanto aprecio has cultivado por la condesa. Una simple dama como yo ha de pasar desapercibida.

Aprovecho la presencia de la condesa para disculparme y alejarme de las demás mujeres, todas las damas se dispersan como humo ante un título. Y con mi nueva compañía nos ubicamos lejos de la multitud.

—Por fin libre —bromea la condesa y se cubre la boca en fingido gesto de arrepentimiento.

—¡Condesa! Por favor —dice, la dama Irene, con cuidado de no dejar en evidencia a su amiga—. Le darás una mala impresión a la pequeña prometida.

Puedo ver la incomodidad de la dama frente a la jovialidad de su amiga. La condesa es bien conocida por su incapacidad de seguir las normas invisibles de esta sociedad.

—Mala impresión tendría de mí, si me comportara como esas viejas mujeres demasiado embobadas para afrontar la realidad. Irene, no se te olvide, que tú y yo no perderemos esta batalla contra el sentido común.

Las palabras de la condesa surten efecto en la dama Irene que, suspira y relaja los hombros. No la puedo culpar por ser tan precavida conmigo. Solo nos hemos encontrado en un par de ocasiones, cuando la Condesa la arrastra a los encuentros de veteranas en el instituto.

—No tiene que preocuparse por mi dama Irene, jamás consideraría inapropiado el comportamiento de la condesa. —digo, al tiempo que lucho por ocultar mi máscara para ganar su confianza.

—Relájate Irene, aunque parezca un buen espécimen de noble, está chica es una de las mías. —dice, reposando su cara en la palma de su mano derecha—. Solo que aún no sé porque se esfuerza tanto en ocultarlo.

La expresión curiosa y juvenil en los ojos de la condesa contrasta con las pequeñas arrugas que comienzan a formarse en la comisura de sus ojos. Pronto celebrara su treintavo cumpleaños.

—Todos tenemos nuestras batallas, usted contra la idiotez y yo contra mis dilemas —respondo y guiño un ojo con picardía para alivianar el ambiente.

La conversación pronto se aleja de las bromas y toma un rumbo mucho más interesante, uno relacionado con la mujer cuervo.

—Magdala, duquesa de Dorado —contesta la condesa pensativa—. ¡No puedo creer que no conozcas a tu futura prima política! Más con toda su fama.

—Una duquesa. —susurro, intrigada por nuestra aparente cercanía.

—Bueno, es entendible con el poco tiempo que llevas comprometida. Y quizá en el instituto nunca te hablaron de ella. La verdad no tiene buenas relaciones en sociedad y su matrimonio fue un caso muy sonado el año pasado. A pesar de ser rechazada por varios nobles, terminó comprometida con un señor de una región del sur. Peor se casó con el duque Alecto, el mismísimo el sobrino del rey.

—Damaris, creí que le hablarías de la duquesa, no que expresarías todos los chismes a su alrededor, como cualquier otra de las mujeres que tanto críticas.

—Pero es que su historia es muy interesante. Si hasta se dice que su matrimonio fue a escondidas y por eso tiene prohibido las apariciones en público o como miembro de la familia real, lo mismo que el esposo del duque Livio. No se pueden deshacer de ellos, pero bien que los pueden vetar.

— ¡Damaris! Deja de poner tus teorías en juego —interrumpe Irene de nuevo, exasperada del continuo cotilleo—. No había escuchado tanto odio viniendo de ti, desde que conociste a Belladona.

El reclamo de Irene resulta oportuno. La conversación comenzaba a desviarse en una dirección que prefiero evitar. Antes de formarme una imagen de los que han de ser mi familia, prefiero darme el chance de conocerlos por mí misma.

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