Capítulo 26: Casi traición

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El primer sonido que escucho me hace saltar en mi sitio. Los bramidos siguientes de la mujer me obligan a bajar el volumen de la conexión.

—¡NO! ¡Déjame Máximo! No quiero.

Su voz me resulta familiar, pero el tono elevado en que habla es suficiente para desorientarme respecto a su identidad. Un malestar desconocido empieza a tomar forma en mi estómago.

—Cálmate y déjame ver.

Un silencio sigue a las palabras de Máximo, cargadas de disgusto y resignación, en una mezcla endulzada con cariño. El tenue sonido de un suspiro alcanza mis oídos, un suspiro de él acompañado del clic de un broche al soltarse.

—De nuevo. Te he dicho que debe parar. —susurra Máximo— ¿Qué fue esta vez?

—¿Es en serio? Máximo mírame—reclama la mujer—. ¡No sé ni porque sigo viniendo!

Una voz tan llena de odio solo puede venir de una persona. De repente la curiosidad me invade y sucumbo ante ella activando la conexión de imagen, para encontrarme de frente con Máximo y Magdala.

Ella viste unos de sus característicos atuendos ceñidos y cubiertos, pero el cierre magnético del espaldar esta suelto y la tela se escurre por sus hombros. Retrocede de cara a Máximo, se aleja de él, mientras evita que el vestido revele más. A cada paso de ella, él acorta la distancia, hasta que en un movimiento fugaz empuja su brazo hacia delante, la gira y abre el cierre magnético del vestido por completo.

Lo que la abertura del vestido ha dejado al descubierto me congela el alma. Sin pensarlo me encuentro retrocediendo también. Siento el repudio tomar forma en mi rostro. La espalda de Magdala está cubierta de vendas mal puestas y manchadas de sangre. Vendas que Máximo retira de golpe, para dejar al descubierto las profundas laceraciones aún sangrantes. Suelto una exclamación de terror al descubrir más tejido rojizo y colgante que piel. El estómago se me revuelve. Quiero salir corriendo del lugar e imaginar que nunca ví aquello. Me estremezco al imaginarme víctima de aquellas heridas. El rostro de Magdala se llena de lágrimas, y tras regresar su rostro en dirección a Máximo, él le permite ahogarlas en su pecho mientras la rodea con sus brazos sin decir nada más.

Su llanto desgarrador me golpea más de lo que esperaría de una mujer de quien he recibido tan malos tratos. Y aún mortificada por sus heridas rojizas y abiertas, me pierdo en la expresión cristalina de Máximo. Puedo ver la sombra de emociones humanas cerniéndose sobre él. Sus brazos encierran a Magdala con dulzura, sus manos acarician su cabello y sostienen sus caderas. Y sin embargo, le encuentro más frágil a él que a ella. Sonrío al verle impotente, disfruto su disgusto, aunque se deba a las heridas de Magdala.

Evito lo suficiente mis ansias de marcharme, para alcanzar a presenciar como Máximo toma pomadas del escritorio y activa el sistema de medicinas lateral a la camilla donde Magdala se ha recostado boca abajo, con su espalda descubierta y su vestido cubriéndole el pecho. Sus dedos se mueven con delicadeza sobre las heridas, las desinfecta con sus propias manos, una a una. Es meticuloso al cubrir la cinta de regeneración cutánea con las sustancias que tomó del escritorio, y más cuidadoso aún para revestir la superficie lacerada con largos trozos de la cinta. Actúa tan calmo y servicial como el él de siempre, pero esta vez lo hace natural.

Apago todo el sistema y borro mis registros de entrada. Me detengo un momento en el punto donde he estado y respiro profundo, cierro los ojos para despejar mi mente. En un instante de lucidez retomo mi camino, sin atisbo de incertidumbre me dirijo al destino original. Pero las peguntas se apilan.

¿De dónde vienen las heridas? ¿Por qué Magdala acude a Máximo? ¿Porque Máximo no hace nada para ayudarla? ¿Dónde está...

Y tan rápido como se forman, las respuestas se vuelven evidentes. Hay pocos hombres con más o igual autoridad que Máximo. Solo uno que podría lastimar a Magdala. Me detengo al recordar su sonrisa. ¡Como alaban al desgraciado!

—¡Maldito enfermo! —vocifero entre dientes, sin detenerme.

Me prometo a mí misma castigarle cuando me case con Caesar. Segura con toda precisión de que es obra del duque Alecto. Me propongo no pensar más en ello, porque hacerlo me llevaría a la clara conclusión de que Máximo y Magdala son amantes, y esa idea me incomoda.

Sin embargo, no puedo imaginar a ninguna persona golpeando a otra. La violencia es un delito grave en la jurisdicción común, porque es un comportamiento propio de los comunes. Es un delito inexistente para los nobles porque nunca recurren a ella. No ellos, ninguno golpearía a nadie, no está en su diseño.

Me detengo en mitad de un corredor atiborrado, identifico en mí un sentimiento desagradable. Una amarga felicidad. Si Máximo ama la mujer de su primo, si él la golpea, si hay cosas que desean mantener ocultas y yo conozco, es lo mismo que hacerme con conocimiento valioso. El conocimiento es poder. La horrible realidad de Máximo, de amar a una mujer casada con su querido primo y que él la trate como en la edad moderna, me causa satisfacción, me hace menos desgraciada. Máximo ha de querer hacer algo por ella, y tal como yo lo veo: solo el rey puede ayudarla. Es inevitable que se dibuje una sonrisa en mis labios, aun sabiendo que se debe a la desdicha ajena, aun cuando es una felicidad dolorosa, debo alegrarme por mí misma.

Sin más dudas, incapaz de sopesar mi dicha con culpa, me dirijo a la habitación de Elora.

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