Capítulo 18: Las casas

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Para la hora en que Máximo me recoge la mitad de las mujeres en la reunión se han retirado. Él espera junto al auto, con la mirada perdida entre las invitadas restantes; no se percata e mi presencia sino hasta que estoy a pocos pasos de él.

—Señor —dice el joven chambelán y acompaña sus palabras de una reverencia con la cabeza, para luego extender mi brazo hacia Máximo.

Máximo me toma de la mano con delicadeza, mientras se dispone a abrir la puerta del auto.

—¿Qué tal la velada, Aletheia? —pregunta.

Estoy mitad a mitad de camino al interior del auto, me muerdo la lengua antes de contestar.

—Una tarde llena de sorpresas —respondo. Ya dentro del carro.

Le miro a los ojos justo antes de que cierre la puerta, y tengo unos segundos para escoger las palabras adecuadas, mientras él agradece al chambelán y toma el asiento de piloto. De nuevo se detiene a buscar a alguien entre la multitud, pero no me atrevo a preguntar a quién.

Máximo no demora en espabilar e ingresar al auto para preparar los controles del auto y desactivar el piloto automático, los cristales comienzan su acostumbrado oscurecimiento y yo doy paso a las preguntas que me carcomen.

—Hoy conocí a la esposa de tu primo —comento—. No ha sido muy amable conmigo.

Máximo me dirige una mirada rápida. Me sorprendo al verlo suspirar sin restricciones. Con calma y sin mucho interés me responde.

—Magdala es una persona difícil, pero intenta llevarte bien con ella.

—¿Por qué es una mujer importante? —comento, prevenida sobre la indulgencia con que se refiere a ella—. Sé que es la cuarta en rango después de la reina, tu tía y tu padre, pero no quiero acercarme a ella si me tratará como lo hizo hoy.

Por primera vez, después de una semana de convivir con Máximo, le descubro inseguro sobre que responder. Frunce sus labios y se detiene a pensar antes de hablar.

—Es la tercera, después de la reina y la duquesa Martina. Papá no tiene permitido llevar un título nobiliario. —Su rostro se muestra indolente. Habla sin regresarse a mí.

Me muerdo el labio por dentro, cociente de mi imprudencia, sé bien que un hombre común no puede tomar títulos nobiliarios; es un derecho reservado en exclusiva a las mujeres. Los comunes podemos elegir a quien amar sin importar su género; pero los nobles, incluso si deciden casarse con un hombre, deben escoger a una mujer para ser la madre de sus hijos. Su unión a los comunes y sus líneas de descendencia están por encima de sus deseos personales, en sus reglas rige el deber sobre el querer.

—Lo siento. Yo lo olvidé.

—Son solo circunstancias legales, no debes prestarle atención. Te pido que te lleves bien con Magdala, porque serán familia, no porque su rango sea alto. Tú serás reina cuando llegue el momento—dice, sin darme tiempo a ser comprensiva o preguntar algo más.

—Circunstancias legales dices, esas cosas pueden cambiar —recuerdo las palabras de Damaris sobre Magdala—. Incluso si me caso con Caesar, nada me asegura ser reina. Hasta que no tenga la corona en la cabeza, no me jactaré de ello. ¿Qué no era tu padre el hijo mayor? El rey actual es el menor de los hermanos —musito, cuando una idea particular se entrehila en mi mente—. Tu padre y tu tío bien pudieron ser reyes o quedarse atados a una segunda línea del mismo ducado. Nada está escrito, hasta que sucede.

Máximo sostiene entre sus manos el volante, su atención está en el camino, pero por un segundo posa su mirada sobre mí y me analiza.

—Tienes razón, Aletheia.

Me regreso de golpe hacia él. Por primera vez me da la razón. Abro la boca para hablar, pero él me interrumpe con un gesto de su mano.

—En el caso del rey anterior los tres habrían de heredar el mismo título y compartirían las responsabilidades, pero el rey decidió dejar la corona a su hijo menor y crear casas independientes para sus hijos mayores. Nadie lo admitirá, pero la única razón por la que descartó a mi padre fue porque pensó que jamás tendría un heredero, supuso que nunca le sería infiel a papá. Y el por qué rechazó al duque Livio es algo que descubrirás por ti misma cuando sea le momento.

Escucho con atención las palabras de Máximo, es información a la que ningún común podría acceder. Tampoco es algo relacionado con el hueco educacional que mis cuatro años en el instituto me ha dejado, aunque las cosas más básicas de política y actualidad me resultan esquivas, lo que sucede entre las familias y las decisiones de los nobles sobre sus vidas son cosas de ellos. Con todo y mi ignorancia, comprendo lo que implica el cambio en los apellidos de los hermanos del rey, en lugar de ser duques de una familia, el anterior rey le concedió a sus hijos sus propias casas y con ello en lugar de tener una rotación entre las quince familiar. Perteneciendo tres a un origen sanguíneo común. No se lo diré a Máximo, pero sé bien que su abuelo esperaba concederles a su padre y a su tío su propio escaño en el senado, con voz individual y rotación al trono.

Máximo me sorprende al continuar con la conversación.

—Sé lo que estás pensando, pero las casas jóvenes no suelen llegar a su nueva rotación. No tienen marqueses, condes, barones y señores que sostengan la familia, tampoco tenemos poder sobre una rama y no se nos ha asignado un ministerial. Una casa de tres personas está condenada a desaparecer. Más si ninguna de esas personas es mujer.

No entiendo cómo, pero sus palabras me conmueven y en contra de mi orgullo, me siento parte de esa casa cuyo emblema reposa en mi dedo, aun cuando solo sea algo temporal.

Nuestra conversación continúa un poco más por el mismo rumbo. Aunque Máximo heredará el lugar que su padre tiene en el senado, existen muchos otros factores a considerar. Como el reparto territorial. Su casa está en formación y vive en el territorio de otros. No tienen tierras, ni un ministerio propio. A parte de la curul en el senado, la casa del Granada no es más que una subordinada gobernante, que se reparte el control del ministerio de Sanidad entre tres duques. Y al final no es mucho lo que pueden hacer para no súper-dividir un mismo ministerio. Por ahora, Máximo no es más que el administrador de los servicios sanitarios locales, un trabajo casi obsoleto en un estado sin enfermedad. Y yo soy una estúpida por sentirme tan comprometida con su futuro.

Sacudo mi cabeza para alejar esos pensamientos, esas preocupaciones que al final no deben importarme.

—Tengo algo que pedirte —digo, sin mucho entusiasmo.

—¿Has terminado de pensar si decirme o no? No creas que no te vi sacudiéndote y gesticulando como si enfrentaras un gran dilema —dice, con las manos en el volante, sonriente.

Una pequeña, graciosa... y nada más. Su sonrisa es lo de menos. Preferiría no estar tan sonrojada.

—Quiero estudiar —digo bajito, tras tanta algarabía—. Ya has visto lo desinformada que estoy. Y bueno. Sería bueno.

¡Ahora me vienen esos atisbos de vergüenza!, justo cuando he creado mi oportunidad de hablar y sueno dudosa.

—Creí que lo estabas haciendo. —contesta extrañado.

—No me refiero desde casa, quiero volver a un colegio.

Máximo me mira con preocupación, siento que es incapaz de entender la importancia que tiene para mí regresar al mundo de los comunes.

—Y eso es algo que no te puedo aprobar. Tendrás que conversarlo con Caesar y él seguro tampoco tendrá la última palabra. —dice.

El pecho se me desinfla, me dejo caer sin ánimos sobre el espaldar. No quiero ser más el hazme reír, no quiero que personas como Magdala y Belladona tengan razones para herirme, quiero tener el soporte para defenderme a mí misma. No quiero que lo de hoy y ayer se repita jamás.

—Será complicado, pero no creo que te debas de dar por vencida sin siquiera intentarlo. Mientras no quedes embarazada, no habrá ningún impedimento para que lleves una vida independiente. —agrega.

Y sospecho que intenta animarme, aun cuando su expresión permanece impávida. 

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