Capítulo 21: Antes de la tormenta

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El insufrible ruido que se escurre por mis oídos hasta destemplarme los dientes, me produce retorcijones en los intestinos. Despertar con semejante bullicio es lo más cercano a una tortura que puedo imaginar. Salgo de la cama y bajo por las escaleras con los oídos cubiertos, refunfuñando soeces contra Máximo y su amada SIS.

Ya no preparo el desayuno para Máximo en las mañanas, tampoco le espero para cenar en las noches, así que acostumbro a dormir hasta tarde y despertar en solitaria calma entre semana.

—¿Que demo... —chillo con una voz tan desgarradora como el pitido que acababa de esfumarse— ¡Oh! Gracias SIS ¿Y tú qué? ¿Quién te invitó? ¿Sabes que es de mala educación entrar en la casa de alguien sin avisar?

Mi gesto debe ser tan amargo como mi humor, porque Caesar —o la cosa que luce como él— no responde. Solo después de un breve recorrido por mis emociones, y pasar por el enojo, el asombro y la incertidumbre, espabilo lo suficiente para entender que estoy en presencia de un anticuado holograma de inducción auditiva con reconstrucción a tamaño real.

Termino de bajar las escaleras y me cruzo de brazos sin quitar la vista del realista figurín tridimensional que anda campante por todo el salón, mientras finge que no me ha escuchado.

—¡Por favor! ¡Basta! Puedo ver tú juguetito pavoneándose por todos lados, —protesto indignada, con esa espinita en el corazón que me hace querer insultar al mundo.

— ¿Un hola es mucho pedir? —pregunta, con una cínica sonrisa en el rostro.

Suspiro y luego río. No puedo negar que cada atisbo de familiaridad me reconforta, incluso uno estúpido.

—No sé ni que espero de un niño que invade la habitación de una señorita en medio de la noche —Sacudo mi cabeza en desaprobación, sin ocultar mi sonrisa burlona—. ¡Qué niño tan idiota!

—Seguro, Ale. ¡Qué idiota querría conocer a su prometida!

—¿Ale? ¡Ya hasta tengo nuevo apodo! ¡Genial!

Sin pensarlo dos veces me dirijo a la cocina. Sus ojos me siguen en silencio un momento.

—¿Me vas a ofrecer una taza de café? —pregunta entre risas contenidas.

—¡Carajo! —espeto, al tiempo que golpeo la barra con la palma de mi mano—. Es un hábito estúpido, lo admito.

Me encojo de hombros y ambos reímos mientras camino hacia el sofá, donde me recuesto boca arriba. Po su parte, la proyección de Caesar me sigue y se detiene cerca al holófono.

—Ni siquiera sabía que teníamos uno de esos —digo, señalando el aparato—. Pero ese no es el punto, lo que importa es ¿qué haces a estas horas en mi casa, deberías estar en clase, no? —Bostezo.

Me hago un ovillo en el sofá —tengo demasiado sueño aún—, antes de estirar brazos y piernas hacia arriba. Sin pudor permito que la tela de mi bata se resbale y revele la piel de mis muslos casi por completo.

— ¿Mejor? —pregunta Caesar, que cambiaba su ropa al uniforme militar y recién levanta su mirada hacia mis piernas aun extendidas—. Tienes grandiosos muslos.

—Obviamente. Trabajo a diario para mantenerlos tonificados —aseguro, arqueando mi ceja. Levanto mi pierna tan vertical como puedo—. Me siento orgullosa de ellos, querido. Agradece que te dejo verlos.

—Pues gracias, querida, pero preferiría que te vistieras mejor para recibir visitas. Una prometida que viste batas de anciana no es buena propaganda para la familia real.

Me siento en el sofá, con las piernas cruzadas y reviso mi vestimenta.

—Es mi bata de mujer pudorosa, ¿No lo notas?

Me sonrojo al verme a mí misma como una chica perezosa en bata que, tiene frente a sí, a un elegante estudiante en su uniforme blanco cubierto de insignias. Me recuerda que mientras Caesar recibe entrenamiento militar, yo me pudro encerrada en casa con cursos cortos pregrabados y anticuados. Cuatro años rodeados de adultos hacen que llegue a olvidar que soy una adolescente de dieciséis años, quien debería asistir al colegio, no dormir hasta tarde en casa preocupada por el que dirán y el embarazo de su amiga.

Encojo mis piernas, escondo mi rostro entre ellas. No quiero que Caesar vea mi expresión.

—Ale, sabes que no vine a solo saludarte. —El holograma se sienta a mi lado, con ojos decaídos—. Sé lo de ayer. No me gusta que me ocultes cosas. Máximo ha llamado esta mañana para informar a mi padre, él en persona me ha advertido sobre lo concerniente a tu salud. Debes hacerte ver de personal especializado y confidencial. Hoy mismo. —Enfatiza en la palabra "confidencial".

El calor de mi rostro se desvanece, en su lugar siento como el frío invade mis manos, las retraigo por instinto. Me mantengo oculta tras mis piernas. Su sola presencia me ha hecho olvidar lo ocurrido. Me muerdo el labio con fuerza por dentro.

—Iré en cuanto tome un baño y coma algo. Es cosa de mujeres, así que no tienes de que preocuparte. Tampoco creo que debas saber cada vez que tengo mi periodo. —miento, con voz ahogada. Una piedra en mi garganta evita que hable con naturalidad.

—Eso espero. Sabes lo que pasaría si hay algo extraño... ¡Olvídalo! Eso no es posible, pero igual ve a un chequeo.

Levantó la vista ante su advertencia, para encontrarme con su rostro sonriente. Su figura está justo frente a mí. Sin que yo alcance a reaccionar, estira las manos a mis mejillas y las preveo atrapadas, su rostro se acerca vertiginoso y mi cuerpo se paraliza ante la idea de su gesto. Cuando sus labios hechos de luz y sonido se posan sobre los míos, estoy pasmada, inmóvil, con las manos tomadas entre ellas y un corazón que pareciera detenido. No siento nada, pues el beso que he recibido es solo un efecto visual, pero sé que para Caesar el beso se ha sentido real, esa es la magia del holófono.

Antes de que pueda hablar, la imagen de Caesar se desvanece.

Aun sentada en el sofá, me abrazo a mí misma con temor. Sabía lo que ocurriría si me descubrían. No había forma de que Máximo se quedara callado, pero esperaba que hablara conmigo antes de hablar con alguien más.

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