2. La bendición de la familia

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Debes estar preguntándote cómo te llamas. Así que iniciaré por allí. Tu nombre es Rolifia. Sí. Siempre odiaste ese nombre, es posible que ahora que lo has leído lo odies también. Así se les ocurrió llamarte a tus padres en honor a un bisabuelo legendario. Pero a ti te valió siempre esa explicación. Siempre preferiste que te llamaran Ro.

Recuerdo que Adriadna, una compañera de tu salón de clase de la escuela para señoritas insistía en llamarte Rolifia para enervarte. Y tú te vengaste escurriendo una tarántula en su casillero. Desde ahí, todos te llamaron Ro siempre.

A propósito de eso, debo decirte que en tu infancia te empecinaste en ser un pequeño demonio. Un espíritu incorregible que rondaba como una peste haciendo todo lo que le viniera en gana. Esa actitud fue en parte el resultado de tu personalidad aventurera y resuelta. Pero la otra gran parte se debió a que a ti se te permitía todo. Eras la flamante heredera de la familia Borosen, no había límites para ti.

Aquí es donde debo hablarte de tu familia. Los Borosen. Ah, los condenados Borosen. Por su abolengo nos podríamos remontar hasta algún tatarabuelo primate peludo por el lado de madre, y por el lado paterno, hasta el inicio de los tiempos. En la ciudad de Dimica, todos conocían nuestro apellido. Las aristocracias eran algo ya pasado de moda, pero el poder que el apellido Borosen contenía permanecía aún intacto. El hogar que tu conocías era en realidad una mansión con una extenso jardín y muchos sirvientes y cuidadores a tu disposición. Los Borosen eran la familia más poderosa de la ciudad.

En resumidas cuentas, eras importante porque tu familia lo era. Pero eso, nuevamente, tampoco te importaba mucho. A la edad de diez, tú no creías que tu relevancia recaía en la pronunciación de tu apellido sino en que eras diferente que el resto de las personas. Una diferencia que a larga hizo que te alejaras del resto. Habías nacido con lo que en tu familia se llamaba «el soplido».

Los Borosen eran particulares no sólo por su antigüedad proverbial sino también porque de entre los miembros de su estirpe había quienes nacían iluminados. Tocados con una bendición que retaba las leyes naturales. Tú eras una de esas luminosas afortunadas. Y desde pequeña te diste cuenta, te sorprendiste de aquel hecho y luego deseaste que no hubiera sido así.

Desde pequeña sentiste una suerte de repulsión por ese soplido especial. En realidad, ese rechazo surgió por una anécdota en particular. El día en que te diste cuenta que tu cuidadora, Valentina, te aborrecía con desesperación y sólo aguantaba tus ocurrencias porque le pagaban con mucha generosidad.

«Qué insoportable es esta niña» pensó ella. Lo leíste claramente en su cabeza, como si lo pronunciara en una definida voz clara, pero en realidad ella no había hablado. Tú le guardabas estima, así que conocer aquella verdad rompió tu infantil corazón. Y con ese descubrimiento vino también el hecho de que podías invadir, a veces sin proponértelo, la privacidad de las mentes de los demás, conocer lo que estaban pensando o sintiendo en ese momento.

Muy contraria a tu reacción, tu familia prácticamente estalló en un jolgorio exultante, pues para ellos tener el soplido era algo digno de orgullo. Hicieron una reunión improvisada y celebraron hasta el amanecer a la nueva iluminada de la familia.

Ro, la que lee las mentes. El orgullo de los Borosen, la bendición de la familia.

Recuerdo que tú soportaste los saludos y felicitaciones con aplomo para luego correr a tu cuarto y encerrarte. Te escondiste en una esquina debajo de tu cama, con la almohada cubriendo tus oídos para que no atravesara el sonido de la música hasta tu cerebro. Esperabas que alguien viniera a buscarte. Que alguien te encontrara, pero nadie lo hizo. Esperaste con paciencia hasta que te quedaste dormida.

—¿Por qué están tan contentos de que tenga un soplido? —le preguntaste al día siguiente a mamá. Ella te observó con la condescendencia con la que se observa a los que aún no saben nada del mundo.

—Es una gran distinción tener un soplido. Serás la envidia de muchos y es la prueba de que somos diferentes al resto.

Aquella respuesta distó mucho de contentarte. Mamá era una buena mujer, pero era una mujer con ideas ajenas a las tuyas. A esa edad aún no lo sabías, pero empezaste a inclinarte desde ese entonces para llegar algún día a aquella conclusión.

Aunque rezongaste por haber sido iluminada con esa habilidad extraordinaria, luego de un tiempo la aceptaste con la resignación de quien carga con un trabajo ineludible. Aquel soplido marcó con gravedad cómo te desempeñabas cada día y sobre todo con los demás. A causa del soplido pudiste entender mejor de hipocresías, falsedades y calumnias. Aquel no fue un regalo muy bonito, pero aprendiste a sobrellevarlo.

A causa del soplido supiste que muchos de tus amigos te envidiaban por el apellido que tenías, la notoriedad que gozabas, la casa donde habitabas y tantas otras circunstancias a las que antes no le habías prestado atención.

Sin embargo, también gracias al soplido pudiste conocer a personas increíbles. Y fue una en especial la que hizo valer todo el yugo que significaba haber nacido bendecida.

El boticario de las almas perdidasWhere stories live. Discover now