17. Impase

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—Sabía que algún día vendrían a buscarme.

Así fue como los recibió Vera Sespero. Era una mujer que aparentaba más edad de la que tenía por su apariencia descuidada, sus cabellos alborotados unidos en una simple coleta y las canas prematuras que saltaban. Su hogar era un cuarto, pulcro y ordenado, pero tú, acostumbrada a la ostentosidad, lo encontraste inmediatamente claustrofóbico.

Antes de siquiera entrar, tanto Levan como tú lo habían percibido. Si pudieras describirlo con símiles, había sido como la sensación de que ser bañada por la luz potente de un faro. Sin embargo, antes de que intentaras hacer algo, la sensación se desvaneció. Y Vera los recibió con una voz cargada de una resignada indiferencia. Ella deslizó la puerta con dejadez para dejarlos pasar. Levan y tú habían esperado cierta resistencia, tanto así que él le había pedido a su hermana que no los acompañara, pues a diferencia de ti, estaría indefensa ante las habilidades de Vera. Ustedes dudaron un momento antes de entrar, perplejos, pero aún así, a la defensiva.

—Está bien, niños. No les haré daño —indicó ella casi en un gruñido—. Hace años que dejé de hacer eso.

Levan se mostró aprensivo ante aquellas palabras.

—¿Te refieres a que ya no destruyes vidas inocentes?

Tú te colocaste estratégicamente detrás de él. Si bien querías ver qué acontecía, no tenías ningún interés en enfrascarte en ningún enfrentamiento. Mucho menos uno mental. Nunca habías hecho eso antes.

Vera los observó de reojo.

—¿A quién te refieres en específico? —replicó ella con desparpajo.

—Golt Cotor.

Ella pasó su mano por sus cabellos, como un gesto para tratar de rememorar, luego soltó un suspiro.

—Sí, recuerdo al viejo —confesó—. Uno de tantos. No te alarmes, muchacho. No soy la primera y seguramente no seré la última en intentar destruir al boticario. Y si crees que uno puede hacerlo sin mancharse las manos, es porque aún eres joven.

Su sinceridad desvergonzada los descompaginó, y al notar esto, ella soltó algo parecido a una carcajada sin gracia.

—¿Por qué no entran a echar un vistazo? —sugirió Vera señalando su sien con su índice.

Tampoco habían previsto aquel escenario. Al menos sabías que Levan no lo había hecho, él iba en pie de guerra, y tú sólo como espectadora. En el peor de los casos, él había considerado arrancarle la verdad de aquella manera, pero ahora que ella misma les tendía una invitación, iba a ser menos violento. Aunque no era precisamente tu amigo favorito, había en Levan un halo de rectitud que hacía que te fiaras de él. Sabías que él no te dejaría a tu merced si algo salía mal. Así que, finalmente, ambos accedieron.

Entonces allí estaban. El domo mental de Vera era muy distinto al tuyo y al de los que habías podido husmear. Parecía una biblioteca ensombrecida y algo tenebrosa. Vera se materializó en su propio recinto, con una impavidez que rayaba en la dejadez, e hizo un ademán que les dio a entender que tenían su permiso.

Y antes de que la anfitriona cambiara de parecer, Levan inició la búsqueda.

Resultaba imposible revisar aquella información sin conocer un poco a la misma Vera. Era como si la persona se dibujara en frente de ti, sus creencias, sus flaquezas y su esencia. Era una mujer de carácter fuerte... o había sido. En su mejor momento no había existido nadie que hubiera podido obstaculizar sus ambiciones. Decidida, aguerrida, insaciable. Hasta que se topó con Éran Dezvas. Hubo una pérdida en su vida, una importante. Su hijo. Y ese hondo e insondable sentimiento de vacío se transformó en una ardiente venganza. Levan y tú atestiguaron que Vera no se arrepentía de ninguno de sus crímenes en su carrera por desgarrar al ser que le había arrebatado lo que ella más quería en el mundo. Para ella, esos pequeños males valían enteramente la pena.

Habías recorrido con los ojos de tu mente la travesía de Vera. Y habías comprobado lo que Levan ya te había advertido. Habías visto el lado inédito de Éran. Él se paseaba en los recuerdos de Vera una y otra vez. Ella lo cazaba sin éxito, y él parecía eludir todos sus intentos. Lo veías con gestos que él jamás había compuesto en frente de ti. Mofa, desdén, indiferencia. Viste el trazo de los pasos del boticario en la vida de desconocidos sin rostro ni nombre. ¿Éste era el real Éran Dezvas? Te diste cuenta que, de alguna manera, aún te habías estado aferrando a la esperanza de que todo fuera un error. Un desatino. 

Entonces arribaron a la investigación de Golt. Y finalmente, al impase.

—Pierden su tiempo —sentenció Vera, cuando ustedes retornaron al apretado espacio de su sala.

Ustedes aún se recuperaban del efecto de haber contemplado años de travesías y de haberse topado con un obstáculo inamovible.

—No hay método. No es que aún no lo descubren. No existe, ni puede existir —prosiguió Vera—. Nadie puede matarlo, no hay manera de hacerlo.

Levan parecía incluso más afectado que tú ante aquel descubrimiento. Golt lo sabía, lo había sabido antes de perder la razón.

—«Un mal como él no se puede destruir» —concluyó la mujer, recitando lo que acababan de leer en las hojas escritas por puño y letra de Golt, en sus recuerdos—. Sólo se le puede aprisionar. Una prisión especial. ¿Y cómo hacerlo? Sólo el boticario lo sabe.

El boticario de las almas perdidasWhere stories live. Discover now