21. Obsidiana líquida

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Fue extraño que no sintieras ninguna conmoción ni pasmo, sino una suerte de vacío seguido por el entendimiento de años de incógnitas. Y la sensación de haber sido una bola de estambre entre las garras de un felino. Era como encontrar la pieza faltante de una imagen. Ahora todo guardaba sentido. Un retorcido sentido. Pudiste entender entonces aquel centelleo misterioso en los ojos del boticario. En sus visitas a menudo lo encontrabas, hacía que su mirada luciera más fascinante y la habías interpretado antes como un gesto de consideración, tal vez afecto y amistad. Pero no era tal cosa.

Tal vez un coleccionista observaría a su pintura más preciada de la misma forma como él te miraba a ti. Una pertenencia exquisita e invaluable, algo que daba satisfacción por poseer sólo por saber que nadie más en el mundo lo tenía.

Un estremecimiento helado ascendió por tu espalda.

—Tus ardides no te dan derecho sobre las personas, Dezvas —declaró Levan, ya sin poder contenerse—. No pued...

—Estás fuera de lugar en este asunto —atajó suavemente el boticario, de repente con un ligero rictus de advertencia y apatía. Y aunque fue fina, su voz manifestó una admonición contundente.

No habías sido testigo antes la capacidad de autoridad de Éran, él siempre había lucido en frente de ti sosegado y calmo. Una fachada... No. Él realmente era considerado contigo, de la misma manera que uno es cuidadoso con un objeto costoso.

—¿Por qué? No lo entiendo —exigiste saber.

El boticario distrajo su atención hacia el escenario externo a través de la ventana. El cielo estaba pintado de rosados, naranjas vivos y dorados, la silueta de la ciudad se apreciaba a lo lejos. Permaneció unos segundos estático, su vista fija en la lontananza. Fue entonces que notaste aquel hilo oscuro en el horizonte, una lejana columna negra que provenía de las inmediaciones de la ciudad.

Y allí fue que inició, aquel terrible, oscuro e imborrable mal augurio rebrotó desde tu interior como una semilla que abría su cáscara para germinar.

—No podrías entender mis razones, Ro —inició Éran con apacibilidad—. Para mí hacer todo lo que hago es inevitable. Es natural. Como el vaivén de las olas, el caos de una tormenta... Y tantos fenómenos que se te puedan ocurrir. Es así como somos los seres definidos. A veces, seres como yo, se permiten percibir la belleza de ustedes que aún están en proceso de concretarse. Y tú, Ro, eres tan interesante que imaginar un futuro sin nuestros amenos encuentros se me hace algo tedioso. Como una consecuencia de mis travesuras, estamos atados el uno con el otro. ¿Lo entiendes?

Éran sólo se detuvo para obsequiarte una sonrisa agraciada. El pilar oscilante seguía creciendo en un punto indefinido del horizonte. Una humareda negruzca que se elevaba hacia el cielo.

—Gustaba tanto de narrarte mis historias —emitió el boticario—. Tengo una para ti, Ro. Será breve. Se trata sobre una mujer joven. Recurrió a mí con un deseo singular. Pocas veces me he encontrado con estos especímenes raros que piden algo que no es para ellos propiamente, sino para otros. En estos casos inusuales, siempre el destinatario es alguien a quien aman. Y éste no fue la excepción. ¿Y qué es más fuerte que el amor de una madre? Más aún, ¿Qué puede desesperar más a una madre que perder a su primer hijo? Lo atendía ella misma todos los días en el hospital. Cuando la medicina depuso las armas, ella no dudó en rogar por la vida de su hijo, y por supuesto, le concedí su deseo. —Entonces hizo una pausa, no podías ver su expresión pues él estaba de espaldas, contemplando el paisaje. —Aquella mujer es una enfermera. Una pobre mujer... —La voz de Éran sonó de pronto atonal y estoica. — ...que le ha prendido fuego a su propio hospital.

—Éran... —balbuceaste. El burbujeante presentimiento se esparció en todo tu cuerpo y empezó a mutar a una velocidad abismal en desesperación—. Éran... ¿qué...?

—Y me temo que hay alguien ahí a quien conoces, mi pequeña. Un aspirante a médico —continuó el boticario, impávido—. Giova ¿no es así?

El humo, cual obsidiana líquida, serpenteó frondoso hacia el cielo, como una rama que busca el sol. Éran se tornó para mirarte a una lentitud aterradora y fue tal vez por el pavor que te estaba embargando que sólo pudiste ver una silueta oscura que contenía un par de ojos turquesas. Hermosos, tornasolados, fríos y triunfantes.

En ese momento los últimos granos de arena se disponían a caer en el reloj.

—Sólo pídemelo, Ro.


El boticario de las almas perdidasWhere stories live. Discover now