9. La zanja

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—¿Algo en tu mente, mi pequeña Ro? — te preguntó Éran un día mientras departían en la sala como era ya una costumbre.

En verdad sí tenías algo aquejándote, pero no quisiste compartirlo. Y no porque no confiaras en el boticario. Cada día lo encontrabas más familiar y te expresabas con él con menos reservas. En ciertos momentos te atrevías a pensar en él como un amigo. No obstante, esto no era un tema de confianza, sino de conmoción. No querías verbalizarlo, y agradeciste que Éran pareció entender eso. Él no irrumpía en los límites de su interacción, como si esperara que fueras tú misma quien le permitiera entrar.

—Cuando indagas en la mente de una persona ¿qué es lo que percibes? —inquirió para cambiar de tema.

—No lo hago con frecuencia en realidad.

Y era cierto. Habías procurado restringir aquella capacidad, casi diezmarla a la no existencia. No era que te avergonzaras de ella, sino que la considerabas tan inapropiada. Tan invasiva. Pero Éran no veía las cosas como tú. Él pareció comprender lo que sucedía y su gesto fue igual de receptivo y disoluto como siempre.

—Las piedras preciosas no pueden brillar a plenitud si es que no se las trata, Ro —opinó él.

—Pero... —vacilaste—. Pero esto implica inmiscuirme en lo que otros piensan y...

—¿Te reprime el invadir la privacidad de otros? —Éran ladeó su cabeza como si encontrara curiosa aquella pregunta—. Mi pequeña —inició él con aquella voz melodiosa que tenía—, en el mundo hay tantas personas bendecidas con tantos dones. Algunos son menos extraordinarios que otros, pero no dejan de ser dones al fin. Si un músico talentoso se reprimiera en desarrollar su talento, sería algo muy triste de observar. Si un genio en la arquitectura, un científico dotado o un artista prodigioso negaran sus propios dones, privarían al mundo de algo verdaderamente hermoso. Y la realidad es que todos tienen un tiempo limitado para brillar. ¿No te parece?

Le concediste un frugal asentimiento. Lo que él decía siempre tenía sentido.

—No me digas... —continuó Éran— que no tienes curiosidad. ¿Hasta dónde podrías llegar?

"¿Hasta dónde podría llegar?". Aquella pregunta se mezcló con el origen de tu desasosiego.

—Quiero que conozcas a alguien —te había solicitado Giova, días atrás.

Incluso antes de que te lo pidiera ya sabías a quién se refería y todo el contexto que iba detrás de esa petición. Cilia era una de las muchachas nuevas que había llegado en mitad de curso en tu escuela. La habían asignado a un aula diferente a la tuya, pero aun así, llegaron a ti las opiniones de las otras chicas sobre ella. Que era una elegante muchacha de la capital, que era cordial, amigable y encantadora. En realidad, ninguno de esos rumores te había llamado la atención, hasta que Giova empezó a interesarse en ella.

Aquella situación te tomó desprevenida. Era casi como si él te solicitara tu aprobación. De hecho, eso era. Sabías que él estimaba tu criterio y que confiaba en ti. ¿Cómo podrías negarte?

Conocer a Cilia Cano no hubiera sido algo anormal de no ser por una sola cosa.

Cuando ella llegó a tu casa para merendar, notaste que ella procuró portarse con una cortesía mecánica y casi temerosa. Al principio lo tomaste como una muestra de petulancia, pero pronto supiste que Cilia estaba sobrecogida con la ostentosidad de la mansión en la que vivías, con la belleza de tus jardines y también algo aturdida con lo rimbombante de tu apellido. Era una muchacha sencilla y algo mojigata. Tal vez en otras circunstancias hubieran podido ser amigas.

Sin embargo, el detalle de aquella reunión fue que ella fue la primera persona en la que te adentraste a consciencia. Una vez sin el resquemor por cuidar la intimidad ajena, fuiste plenamente libre de revisar la mente de otra persona sin limitaciones.

Duró sólo un instante en el tiempo real; fue tan fugaz que Cilia ni siquiera se percató de aquella irrupción. Pero para ti fue una experiencia nueva, extraña y extensa. Fue como entrar en la casa de alguien más y contemplar el diseño de la estructura y su disposición. El primer paso te llevó a encontrarte con los pensamientos más inmediatos, pero el segundo te podía llevar adónde quisieras. Y había tanto por ver, tanto, que sólo te atreviste a ver lo superficial sin mucha minuciosidad. Quién era Cilia. Cómo era ella.

Éran tenía razón. Ni siquiera tú tenías una idea cierta de hasta dónde podrías llegar.

Sin embargo, junto con un don viene siempre una contraprestación. Y para ti, fue un ligero sentimiento de culpa y una brecha. Una zanja que se formó sin que tú lo quisieras entre Giova y tú.

Qué afortunada eres, Ro, al no recordar esta zanja, fue importante para lo que habría de suceder. Pues aquella no fue la última vez que usaste tu don.


El boticario de las almas perdidasWhere stories live. Discover now