33. El juego eterno

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La ciudad temblaba como un polluelo recién nacido y eso era sólo el comienzo, era apenas un lienzo que exigía ser manchado. Y él sentía la fascinación artística de un escultor ante un buen trozo de mármol, ese entusiasmo bohemio indetenible. No había límites para la creatividad, pues crear un escenario de desolación era un arte. Se necesitaba paciencia y un toque de inspiración.

Y su inspiración tenía nombre y apellido.

Aparecía una vez cada generación, a veces se hacía esperar pero siempre valía la pena. Y esta vez era ella. La había esperado con ansias desde que preparó el camino para que existiera. Él la había anhelado incluso más que sus padres, desde antes que respirara por primera vez. Era su musa en cierta forma, su hija en una interpretación más retorcida, su pupila, su creación, y el artículo más rutilante de su colección.

Seres como él habían visto mucho, conocido mucho, recorrido mucho. Había tenido muchos nombres, hablado muchas lenguas, conocido muchos lugares y personas. Seres como él eran incansables, nunca se detenían, siempre debían estar en movimiento, haciendo lo que sabían hacer mejor. Era su razón de ser, ni siquiera él podía revelarse a su naturaleza. Pero de cuando en cuando, para él, había una estrella que brillaba más en el cielo. Un ser especial que hacía de ese juego inacabable algo más interesante.

La pudo reconocer la primera vez que entrecruzaron miradas, y era perfecta. Tal cual la había imaginado. Era orgullosa, como lo había vaticinado, caprichosa, con una agradable vena rebelde, pero la movía un criterio benevolente y poco ambicioso. Había tantas cosas que pretendía moldear en ella. Disfrutó tanto de sus visitas. Su adorada pequeña con un talento tan prometedor. Con un poco de malicia hubiera podido haberse convertido en alguien más entretenido. Pero le gustaba tal cual era.

Incontables veces recorrió la intimidad de su mente sin que ella lo supiera. En verdad, eso era una actividad acostumbrada y automática que realizaba en todos así que no hubiera podido refrenarse de hacerlo. Sin embargo, observarla a ella eran momentos especiales. Le daba un gusto inédito a esa cacería. Tal vez se podría comparar con el apetito de una bestia al vislumbrar a lo lejos a su presa. La contemplaba en sus dudas, advertía sus cambios, su crecimiento, sus inquietudes. Él la entendía mejor de lo que ella se entendía a sí misma. Pero con aquellas incursiones placenteras vino también una sensación de desazón.

Y como todo en el mundo, ésta desazón tenía también nombre y apellido.

Cómo detestaba a ese chiquillo. Su presencia caminaba campante en las inmediaciones de la mente de su querida niña. Y desde que lo vio supo en lo que se convertiría.

Aquello no eran celos, sino algo más primitivo. Era ese sentimiento acaparador que tienen aquellos que son incapaces de compartir sus pertenencias. Y él no quería compartirla con nadie, por supuesto. Ese chiquillo lo enervaba por tener la preferencia de ella, pero también porque era del tipo intocable. Había personas así en el mundo. Que no pueden ser convencidas, compradas, manipuladas. Sin necesidades apremiantes a las que él pueda ofrecer solución. Personas innegociables.

Y este chiquillo, Giova. Éran había visto su corazón, desde luego que lo había hecho. Deseaba cosas tan sencillas, el peso de su alma era el de una pluma. Tan ligero y libre. Era exasperante. Casi no podía entender cómo era que su adorada pequeña hubiera elegido a alguien tan poco impactante, tan soso y aburrido.

Lo único rescatable de él fue que al menos sí tuvo una utilidad. Éran siempre disfrutaba dibujar cada uno de sus ardides y llevarlos a cabo. Era parte de su razón de ser, una actividad inseparable de él, como lo es volar para un ave. Pero en lo que respectó a Giova, lo hizo con un gusto anormal. Fue como si le pagaran por hacerle un favor.

Sin embargo, aun así, su adorada pequeña se escurrió de sus dedos. Aquello no lo había previsto, lo sorprendió totalmente. Esos casos excepcionales sucedían, eran pocos pero se daban. Estas personas que insistían en resistírsele. Aunque también los encontraba insufribles, por tratarse de su añorada niña, lo percibió interesante.

Y de hecho, lo entretuvo. Ella ahora le guardaba un gracioso despecho, y empezó a cazarlo. Aquel giro de hechos hizo de ese ejercicio algo novedoso. Éran estaba complacido y decidió permitirlo, era la gracia que le daba un gato a un ratón cuando ya estaba entre sus garras. Estaba convencido de que triunfaría al final, las piezas ya se estaban moviendo, y cuando sale una siempre entra otra a ocupar su lugar.

Esta nueva pieza era ese joven Biscaro. Éran estaba anonadado, pues nunca había imaginado encontrar a dos personas tan detestables en la misma generación. Era, tal vez, más desesperante que el mismo Giova. Este sujeto había atravesado por sus tretas y había logrado salir airoso. Debía admitir que tenía temple, pero al perder su posible utilidad, también perdió lo interesante. Hasta que reapareció, y al lado de su pequeña.

Éran celebraba a aquellos que tenían la capacidad de sorprenderlo, de salir del molde y hacer algo imprevisible, pero este sujeto fue una excepción. No había nada que celebrar, pues supo lo que significaría. Lo leyó claramente, lo había visto tantas veces.

Le asqueó totalmente la idea, pero por la estrategia del juego tuvo que permitirlo. Se contentó con el pensamiento de que sería por corto tiempo. ¿Qué diferencia iba a haber después de todo? Su pequeña por fin sería suya, no importaba que hubiera pasado por uno o un millón de amantes. Iba a desquitarse con él después, estaba por sentado, y sería un poco más severo de lo usual.

Pero esta etapa estaba llegando a su fin. Eso era definitivo.

Éran nunca sentía nostalgia ante un final, pues estos siempre significaban nuevos comienzos, no se podía separar uno del otro. Sabía que las personas lo percibían diferente de él, puesto que para ellos de verdad las cosas terminaban. Morían y dejaban el tablero. Pero él era diferente. Él nunca salía, siempre permanecía. Siempre permanecería. Sólo había etapas, iniciaba una, terminaba y seguía otra. Su pequeña Ro, radiante, noble y orgullosa estaría en su estante, en la parte de los relevantes. Luego aparecería otra pieza y todo comenzaría otra vez.

El juego nunca llegaba a su fin, él nunca se aburría. Era un juego eterno.

La luz de una determinación vibrante centelleaba en los ojos de su pequeña. Era ya toda una mujer. Emancipada, libre, hermosa. Por un instante, recordó a aquella pequeña niña rígida y distante, presentándose ante él, y una ligera llama de afecto y consideración flameó en sus ojos.

—Sabía que vendrías, mi querida Ro.

La recibió él con la más dulce de sus sonrisas.

El boticario de las almas perdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora