35. La última plegaria

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Él la habría destruido. Aunque era su favorita y el objeto de su más anhelada fijación. Él no hubiera dudado en darle un zarpazo y aplastar su frágil edificación, como un lobo erizado y atrapado en una trampa. Hubiera sido muy simple, como si se deshiciera de una mosca. Lo hubiera hecho con algo parecido a la congoja pero también con desesperación y necesidad.

Pero no podía. Ella ya había cruzado la línea y estaba lejos de su alcance.

—Oh, mi pequeña. No tienes por qué hacerlo —emitió Éran. No era una súplica, pero tampoco una orden. Era simplemente un último intento. —¿Sabes lo que será para ti?

Ro nunca sabría si había un ápice de piedad hacia ella en sus palabras. Y ya no importaba.

—No lo sé —respondió ella, un momento de hesitación la retuvo, pero finalmente, volvió a encarar los ojos de Éran, con un nuevo fulgor de decisión—. Pero historias como la mía no deben repetirse.

Entonces, comenzó. Sólo bastó su voluntad férrea para que las piedras palpitaran, los cimientos de su propia fortaleza blanca de neblinas. Levan le había advertido una vez que un desplante de ellos podía reducir a escombros una mente, y Ro nunca había imaginado que pondría a prueba esas palabras con ella misma. El desprendimiento era lo opuesto a la ambición, y ella no podía perder nada más. Nada más que a ella misma.

Su mansión colapsaba, se volvía pedazos, los ladrillos se elevaban como absorbidos por una fuerza que los aspiraba y se partían en mil pedazos en el aire. Pero Ro no se volvió para contemplar la destrucción de su propio domo. Ella observaba al boticario y a su fortaleza mental.

La espléndida ciudad de laberínticos espejos parecía de repente haberse cubierto por una capa helada de un polvillo brillante. Y una placa gruesa crecía sobre ella como una cáscara ovalada, rodeándola. Una prisión que se formaba en simultáneo mientras que el santuario de ella se tornaba polvo y astillas.

La misma cárcel estaba creciendo alrededor de la mente de Ro. Ella ya lo esperaba, sabía que además de ser reducida a ruinas iba a ser prisionera en su propia mente. Pero ya había aceptado ese destino, lo había aceptado cuando pensaba que iba a fallar, y ahora que había triunfado, lo abrazaba con intensidad. Un muro grueso se expandía, interponiéndose entre ella y el boticario. Y Ro quería que lo último que viera fuera a Éran, vencido por fin. Que al menos esa fuera su última satisfacción.

Ya se había acabado. Ya no habría más juegos, no habría amantes que eran separados, engaños y manipulaciones, monstruos liberados. No habría vidas que vivan una mentira. Las personas enfrentarían su propia oscuridad sin tener que ser empujados por el boticario, un futuro más genuino y más benévolo. El único lamento que tenía Ro, era que ella no estaría para ver ese futuro. Y que había alguien a quien estaba dejando solo.

Mientras la pared de la prisión mental los separaba definitivamente, ella pudo ver su rostro una última vez. Éran le devolvió una mirada insondable, un gesto inescrutable, que ella nunca podría descifrar.

—Esta no es la primera vez que me enclaustran, Ro —emitió él, antes de ser aprisionado de forma irreversible—. Pero sí es la primera en la que no puedo resentir a mi carcelero. No estaré encerrado para siempre, esta prisión eventualmente caerá, como todo en el mundo. ¿Cuánto durará esta vez? ¿Décadas? ¿Siglos? El tiempo es indiferente para mí. Y cuando vuelva a vagar por el mundo encontraré lo mismo. Ustedes pueden cambiar sus maneras, sus avances y sus costumbres, pero siempre volveré a encontrar a las mismas almas perdidas que no dudarán en recurrir a mí. Y el juego volverá a comenzar.

—Y cuando suceda, habrá alguien que hará lo mismo que yo.

Éran esbozó entonces una sonrisa final ante esa respuesta. Él siempre supo que ella era especial, y fue una revelación para una criatura como él entender en ese momento que ella era aún más única de lo que había imaginado. Y que no volvería a encontrar a nadie como ella en la eternidad.

Y aquella fue la última vez que Ro vio a Éran Dezvas. Y fue un breve, muy breve momento de consuelo y descanso, pues inmediatamente después la sacudió un derrumbamiento desgarrador. Aquella sensación de estar a punto de recordar algo pero ser incapaz de hacerlo. Pero de manera masiva y estrepitosa. Perdía recuerdos, perdía imágenes de lugares, perdía nombres, perdía historias y sentimientos. Ella era consciente en esos momentos cruciales de lo que le estaba sucediendo y lo que significaba. Y en medio de aquel desesperado tumulto su último pensamiento fue para Levan y para la carta que ella se había escrito a sí misma. La última esperanza que le quedaba.

Y su último párrafo, su última plegaria.

«Nuestra historia es lo que es, Ro. Era necesario que supieras todo para que pudieras tomar nuestra última decisión. Si estás leyendo esto es porque ahora estamos aprisionadas en un espacio del que no podemos salir. Tal vez nunca.

Pero quiero pensar que existe una esperanza, que este mal no podrá triunfar definitivamente. Quiero creer que incluso en estos momentos podemos vivir bien este cautiverio, después de todo, tenemos sólo una oportunidad para vivir. No podemos entregarnos gratuitamente a la desesperación.

Te pido por eso, Ro, que no seas impulsiva y no te dejes llevar por el pesimismo y la impotencia, pues sus consejos nunca te llevaron a buen puerto. No pierdas la esperanza, haz todo lo posible por mantenerla viva.

Hay alguien afuera, esperándote».


El boticario de las almas perdidasWhere stories live. Discover now