Capítulo 2: Ella

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Me desperté temprano, abrí los ojos y aspiré profundo

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Me desperté temprano, abrí los ojos y aspiré profundo. Tomar impulso cada día podía ser una tarea complicada, pero yo sabía que todo era distinto si pintaba mi mundo de colores y alegría. Me senté en la cama y volví a aspirar, dejando que el aire fresco de la mañana se colara en mis pulmones. El brillo del sol se peleaba con mi cortina para colarse en mi habita­ción. Sonreí; el astro rey me saludaba y con su brillo me augu­raba un día fantástico. Había algunos días difíciles —porque nada en la vida era sencillo para nadie—, pero había otros en los cuales cuando despertaba y sentía la energía del momen­to, simplemente sabía que todo estaría bien. Ese era uno de aquellos, y los días buenos había que vivirlos al máximo para cargar fuerzas para los días malos.

Me bajé de la cama y me dirigí hasta la pequeña butaca bajo la ventana. Con ayuda de mis brazos subí a ella y abrí las corti­nas para dejarle al sol entrar con sus rayos a mi estancia. «Pase adelante», dije sonriendo, y de inmediato sentí el calor que re­botaba en mi piel y contrastaba con el viento fresco de una ma­ñana limpia. Contemplé las nubes blancas y el cielo azul. Los ángeles habían hecho un trabajo perfecto pintando el paisaje que hoy nos regalaban. Sonreí. Me gustaba imaginar a unos ángeles de muchos colores con sus paletas de pintor que trabajaban arduamente para regalarnos en cada jornada un hermoso día. Era obvio que se esmeraban más en los amaneceres y atarde­ceres, jugaban con sus paletas e imaginaban colores, pero era divertido incluso en otras horas del día, cuando se podía jugar a adivinar las formas de las nubes.

Imaginaba que era una especie de diversión para ellos ha­cer ese juego de dibujar nubes que se parecieran a algo. Toda esa historia de ángeles que pintaban cielos era idea de mi abuelo, quien de pequeña me había enseñado a apreciar esos regalos de la naturaleza. Mi abuelo Paco era jardinero de pro­fesión y escritor de corazón. Escribía cuentos para niños y, como era de suponer, había pasado toda mi infancia oyendo sus historias. La de los ángeles pintores era una de sus favori­tas; él decía que cuando muriera sería uno de ellos.

—¡Esa de allá es un corazón! —grité en la ventana y señalé una nube que tenía una forma similar a un corazón—. Será un día pleno de amor —sonreí para mí.

Bajé de la butaca y me dirigí al sitio donde tenía mis ropas todas ordenadas por colores. Elegí una blusa roja y una falda amplia de tipo hindú de color crema. Tomé ropa interior del otro cajón y fui al baño a darme una ducha. Cuando terminé me vestí con lentitud y luego me dirigí a la cocina. Fui movién­dome entre los muebles preparados especialmente para mí y abrí la heladera para sacar leche, jugo y un poco de queso y ja­món, busqué pan y me preparé un sándwich. Desayuné sabo­reando con calma la comida mientras daba gracias por tenerla en mi mesa. Sonreí al saberme satisfecha y lista para enfrentar una nueva jornada haciendo lo que más me gustaba, pintar.

La chica de los colores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora