Capítulo 42: Sirenita...

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En la mochila que me dio Nahiara, estaban todas las cartas que mi abuelo le había enviado a Viviana —entre otras cosas—, eso quería decir que Bruno las había encontrado y los traía a casa la noche del accidente. Agradecía que Nahiara las hubiera encontrado y guardado, habría sido horrible perder todo aquello.

Me pasé toda la tarde leyendo las cartas de mi abuelo y aunque no pude terminar de hacerlo, adoré cada una de ellas. Todas me hablaban un poco de él, del hombre que en verdad fue. Cuando nos toca ser nietos o hijos de alguien, solo vemos de esa persona lo que es en nuestra vida, un abuelo, un padre, una madre; pero a menudo olvidamos que ellos fueron alguien antes que nosotros llegásemos, que tenían una vida, que se enamoraron, que vivieron. Leer esas cartas me acercaba a ese «alguien» que había sido mi abuelo, y definitivamente había sido un hombre fantástico, lo admiraba aún más.

Ambos lo fueron, por eso se amaron tanto... hasta el final y quizá mucho más allá. Vi el libro de cuentos del cual Vivi le hablaba en la carta y el anillo de compromiso con el que mi abuelo se había acercado ilusamente al señor Oliveira a pedir la mano de su hija. Él le rechazó y mi abuelito se lo mandó por carta, como testimonio del amor que no pudo ser, pero que en realidad siempre fue. También había una llave, enseguida supe de donde era, la comparé con la mía y sin duda era una copia de la llave de la casita de Arsam, su refugio de amor, como dijo el tío Beto.

Con lágrimas en los ojos leí la desesperación de mi abuelo luego de mi accidente: «Te necesito tanto a mi lado, Vivi, mi nietita está sufriendo y yo no puedo hacer nada por ella. Si pudiera le daría mis piernas, pero no puedo... y me siento tan impotente que me duele el alma. Sólo una vez en la vida me sentí de esta forma y fue cuando tu padre me prohibió acercarme a ti... Odio la impotencia, odio no poder hacer nada por las personas que amo. ¡Qué injusta es la vida! Ella deberá cargar con este peso, este estigma que la marcará para siempre».

Seguí leyendo y llegué a la carta donde le agradecía por los materiales que me había enviado: «Una vez más me has pintado una historia distinta con tus colores, me has demostrado tu magia. Los ojos de Celeste brillaron de nuevo cuando vio el maletín y los lienzos, lleva pintando todos los días y ha encontrado en eso una forma de lidiar con sus problemas. ¿Qué haría yo sin ti?... Estás ahora en los trazos de mi nieta, puedo verte en sus cuadritos rústicos de niña inexperta. Puedo ver tu sonrisa en sus colores, puedo ver tu pincel en sus manos... Te debo todo, mi amor. La alegría de mi nieta es gracias a ti. ¿Sabes?, le conté una historia sobre una sirena que encuentra un hombre que se enamora de ella, pero no le pide que se convierta en humana y la acepta tal cual es. Quiero enseñarle a quererse a sí misma, a aceptarse como es y a no sentirse menos que nadie... solo así podrá conseguir que alguien la quiera. ¿Piensas que Celeste un día encontrará el amor? Me preocupa muchísimo que nadie sea capaz de verla como es en realidad... que nadie sea capaz de descubrir toda la gama de colores que tiene en su interior...».

La chica de los colores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora