Capítulo 27: Volando

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El jueves tuvimos un día parecido al del martes, busqué a Celeste y fuimos a la clínica, hizo pruebas con la prótesis que se le estaba preparando para que realizaran los ajustes requeridos y algunos ejercicios para aprender a usarla. Lue­go de eso, fuimos almorzar y volvimos a Tarel para después mimarnos y amarnos en su cama. Entonces regresé a Salum, con ganas de que fuera sábado para volver a verla y pedirle por fin que aceptara ser mi esposa. Aquello me generaba algo de ansiedad, temía que Celeste se echara para atrás por miedo a que fuera muy pronto, pero lo iba a intentar de todas formas.

El sábado la busqué temprano. El día estaba más que her­moso y anunciaba buen tiempo para el fin de semana. Llegué a lo de Celeste y ella me pasó la dirección, pusimos el GPS y para nuestra sorpresa la casa quedaba bastante cerca, aparen­temente, en las afueras de Arsam, justo en la frontera con Ta­rel, así que en cuestión de minutos estuvimos ahí.

Una vez que llegamos a la ciudad, fuimos internándonos en una calle empedrada rodeada de eucaliptales, podía olerse el aroma refrescante de dicha planta, lo que hacía que todo resultara aún más mágico. Abrimos las ventanas y dejamos que el viento y la naturaleza nos empaparan con sus aromas. Podía sentir la emoción de Celeste, y eso era contagioso.

—Me agrada este lugar, parece perdido en el tiempo —susurró observando los caminos angostos, la vegetación y las casitas pintorescas.

—Exactamente —sonreí asintiendo.

Llegamos al destino, la zona estaba un poco desierta. Segui­mos las indicaciones que nos mencionaron el abogado y el tío Beto y entonces nos detuvimos justo en frente de la que debería ser la casa que el abuelo de Celeste le había dejado. Bajamos, era una pequeña cabaña de madera, se veía acogedora. El te­rreno estaba circundado por una cerca de madera que servía de límite con los terrenos de los lados. En frente había un árbol que para ese momento estaba completamente pelado, sin hojas ni flores, como si estuviéramos en pleno otoño.

Bajé la silla y ayudé a Celeste a subir a ella. Me dispuse a empujarla, pues el camino era rocoso y no podría deslizarse con facilidad. Una vez frente a la entrada principal, ella sacó de su bolsa una llave con la que abrimos la cerca, una llave particular y antigua que de alguna manera me resultaba fa­miliar. Luego circulamos por el sendero de piedrecitas blan­cas hasta la puerta de entrada.

La chica de los colores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora