Capítulo 14: Despedida

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El auto estaba listo y yo debía volver a Salum. Había pasa­do los días más hermosos y más intensos junto a Celeste, pero todo lo bueno acaba, y con una terrible sensación de frustra­ción por no poder quedarme, tuve que aceptar marcharme, poner en orden mi vida, deshacerme de los mandatos de mis padres para poder liberarme de sus garras y volar hacia mi felicidad.

En cierta forma, aquel retiro obligatorio al que me envia­ron tuvo efecto. Finalmente tenía claro lo que haría: llegaría, les hablaría de mis ideas sobre los estudios y luego les conta­ría sobre Celeste. Sabía que ese no era el resultado que ellos habían planeado para estas vacaciones que me habían instado a tomar, sin embargo, a mí me había servido para descubrir qué era lo que deseaba en realidad. Sabía que ellos pegarían el grito en el cielo, pero no me importaba, buscaría un trabajo y trataría de independizarme lo más rápido posible.

Celeste me esperaba en la plaza, donde habíamos decidi­do despedirnos. Estaba hermosa, radiante, su pelo ondeaba al viento como una mágica escena de un arco iris viviente. Son­reí al verla; ella respondió a mi sonrisa.

—Quería darte esto —dijo cuando me acerqué a ella y me senté en el césped a su lado. Me pasó un pincel—. Era de mi abuelo, tiene mucho valor sentimental para mí —agregó con una sonrisa—. Nunca me contó su verdadero origen, solo me dijo que era un pincel mágico, que guardaba en sus cerdas todos los colores del amor. Quería dártelo porque tú guardas para mí todos los colores del amor.

Observé el pincel, parecía antiguo y en él tenía grabadas unas iniciales ya muy poco legibles. Una de ellas era ya solo un trazo, y la segunda parecía una F o quizás una T. Al otro lado había otra grabación mucho más nueva y legible: Celeste había mandado grabar «Tu chica de los colores». El pincel era ancho, de madera antigua, y sus cerdas estaban gastadas.

—Cuando te sientas triste, solo o decolorado, tómalo en tus manos y recuérdame —dijo ella con timidez.

—También tengo algo para ti —dije luego de abrazarla y agradecerle el regalo. Entonces saqué una cajita de mi bolsillo y la abrí: eran dos anillos iguales, uno tenía una C y el otro una B. Le coloqué el anillo con la B en el dedo y luego me coloqué el que tenía la C—. Es para recordarnos a dónde pertenece­mos... No te lo saques nunca, ¿me lo prometes?

La chica de los colores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora