Capítulo 32: La verdad del Tío Beto

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—De verdad necesito que me cuentes la historia de mi abuelo con Viviana Oliveira —dije apenas nos sentamos en la sala. El tío Beto me esperó temprano como me había prometi­do con dos humeantes tazas de café. No dejé tiempo para las introducciones y fui directa al grano, no podía esperar más. Me pasé la noche en vela imaginando cosas, aunque ya había leído unas diez cartas y estaba un poco más calmada.

—Vaya, vaya —dijo el tío Beto frunciendo el ceño—, en­contraste las cartas en Arsam —concluyó.

—Ese no es el problema, tío —repliqué sin ocultar mi an­siedad—. El problema es que estoy de novia con Bruno San­torini —agregué—. ¿Sabes quién es? —Los ojos del tío Beto se abrieron tanto, que pensé que se saldrían de sus orbitas.

—¿Me lo estás diciendo en serio? —preguntó entre un pe­queño ataque de tos producto de haberse atragantado con el café por la sorpresa.

—Sí... y por un largo momento pensé que éramos primos. ¡Casi muero del susto! Yo no tenía idea de que el abuelo Paco y su abuela... —suspiré—. Dios, tío, aclárame las cosas, por favor —pedí angustiada.

—Te contaré la historia —zanjó el tío Beto sonriendo con calidez. Él vivía en una casa en las afueras de Tarel. Todo en esa región, o al menos en su casa, parecía haberse quedado en el tiempo. Los muebles eran viejos, las luces, escasas, las alfombras y las cortinas estaban sucias y raídas. El tío Beto había enviudado hacía años y desde que mi tía Mariel se fue parecía que ya nadie habitaba esa casa. Lo único vivo que ha­bía allí, aparte del tío, eran las flores de mi tía, porque él las cuidaba como si fueran ella misma.

—¿Y bien?... —cuestioné ansiosa, pues él no comenzaba su historia. Me miró y luego observó hacia la ventana como perdiéndose en el tiempo que iba a narrar.

—Fue un diez de febrero del año cincuenta y ocho —em­pezó—. Paco y yo habíamos sido contratados para preparar el jardín para el cumpleaños de la hija de Samuel Oliveira, una de las familias más adineradas de Tarel. Nos hacía ilusión el simple hecho de conocer su mansión, en la colonia San Fer­mín, donde nunca antes habíamos ingresado. Era un lunes, y trabajaríamos allí toda la semana. La fiesta se daría el sábado.

La chica de los colores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora