Capítulo 34: Dificultades

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Habían pasado cinco días desde el accidente y nada pare­cía mejorar. El estado de Bruno era estable, pero él no reco­braba la consciencia, ni siquiera cuando los médicos le fue­ron disminuyendo los medicamentos que lo tenían en coma inducido.

La madre de Bruno sólo me habló el primer día. Me trató con mucho desprecio, diciéndome que todo era mi culpa y que ojalá estuviera feliz con lo que había logrado. Su marido la lle­vó a otro sitio para calmarla mientras yo lloraba desahuciada. Nahiara se quedó conmigo y me pidió que no la escuchara.

El caso era que yo también me sentía culpable, no lo podía evitar. Bruno se había peleado con su familia y había salido alterado de la casa por mi culpa. Diana me llamaba todos los días e intentaba convencerme de que las cosas no eran así, que el accidente no tenía nada que ver conmigo, que fue solo eso, un horrible accidente que no solo afectó a Bruno, sino a muchas otras personas.

Una persona más falleció luego de dos días y los demás ya habían sido dados de alta. El único que seguía en estado críti­co era Bruno. Yo solía internarme en la capilla del hospital, allí elevaba oraciones para pedir por su salud y, de paso, evitaba estar en el mismo lugar que su madre.

La vida no era fácil para mí, tuve que alquilarme una habi­tación en un hotel de mala muerte, un edificio viejo que que­daba a dos cuadras del hospital. Era lo único que podía pagar, y quedaba cerca, me permitía ir y venir con relativa facilidad. Diana vino junto a mí a traerme algo de ropa y víveres, pero luego se tuvo que volver a Tarel por su trabajo y su hijo. El hotel donde me estaba quedando era un edificio antiguo de cuatro pisos, y la única habitación que conseguí estaba en el segundo. Por suerte había un viejo ascensor —de esos de puertas de hierro estilo rejas corredizas—, en el cual apenas cabía con mi silla y que me daba terror cada vez que subía o bajaba por el horrible sonido que hacía. Al tercer día que es­tuve por allí, el ascensor se descompuso, por lo que tuve que dejar la silla en la recepción y subir las escaleras a gatas. Fue horrible y humillante. El hotel estaba administrado por una señora de unos sesenta años. Una noche me preguntó qué hacía en Salum yo sola y se lo conté. Desde ese día pareció apiadarse de mí y solía darme algo para comer cuando llegaba cansada en las noches.

La chica de los colores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora