Capítulo 26: Después de la tormenta

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Esto de que se habían cortado las comunicaciones me ve­nía a la perfección, no me gustaba la idea de tener que con­versar con Bruno en ese momento, me sentía mal y triste. Las palabras de su madre retumbaban sin piedad en mi cabeza una y otra vez. No lograba mantenerme fuerte, no lograba encontrar una salida y el miedo a perderlo para siempre caía impasible sobre mí.

Me había pasado el fin de semana encerrada, en parte por­que no se podía salir —por el temporal—, en parte porque era lo que necesitaba, estar sola y pensar. No quería alejarme de Bruno, pero no podía evitar pensar que lo que su madre decía era cierto: él necesitaba una mujer que pudiera acompañarlo a un simple baile, que pudiera caminar a su lado.

¿Cómo terminaba con él? ¿Cómo lo hacía sin romperle el corazón y romper también el mío? Era la única persona que me había visto tal cual era y así me había amado. Y si no lo hacía, su madre se encargaría de hacernos la vida imposible, tenía todo el poder para hacerlo. De repente, todo aquello que había parecido tan posible y real se tornaba difuso, inalcanza­ble y lejano. Como si despertara de un sueño, de un hermoso sueño.

Me había dado dos semanas. ¿Y si decidía disfrutarlas? Tenía que ir esa semana para las pruebas con las prótesis, lo vería dos veces. No quería que se acabara, no quería hacerlo y tampoco sabía cómo lo haría.

Lloré, lloré mucho, pero las lágrimas no parecían acabarse jamás. La impotencia es uno de los sentimientos más dolo­rosos, justamente porque se pierde el control y no se puede hacer nada para combatirla. Y duele hasta los huesos. Decidí que continuaría hasta donde pudiera, alargando esta agonía lo más posible, porque simplemente no podía terminar con él, no podía hacerlo.

Los días pasaron y mi estado de ánimo podía verse refle­jado en la ciudad: los árboles habían perdido sus hojas, inclu­so muchos habían caído, el cielo estaba gris y en la ciudad se contaban los destrozos. El lunes no pude pintar en la plaza, hubo demasiada destrucción y la municipalidad prohibió la entrada a la misma, porque muchos hombres estaban traba­jando allí. Decidí quedarme en casa y pintar un poco, pero los colores tampoco parecían querer fijarse al lienzo, todo lo que pintaba era gris y triste, lluvia y soledad. Tenía miedo, miedo que la soledad envolviera mi vida de nuevo. Antes me había acostumbrado a ella, pensé que sería mi compañera infinita porque esa era mi realidad, porque no tenía otra salida, pero luego llegó Bruno y me demostró que las cosas podían ser di­ferentes incluso para mí, y no quería perderlo. Pero tampoco quería ser egoísta, no quería atarlo a algo que no merecía, no quería limitarlo. Se suponía que el amor te hacía libre.

La chica de los colores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora