Capítulo 5: Insistiendo

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No podía creer lo que había sucedido. Llegué a casa em­papado por la lluvia, pero más que nada conmocionado. Esa chica, la de los ojos celestes más profundos que el cielo, la de los miles de colores, no podía caminar, no tenía piernas, y yo no me había percatado de ello.

Nunca había conocido de cerca a alguien así, no sabía nada sobre cómo hablarle o tratarla, no sabía si ella podía ma­nejarse sola o no. Pero de alguna forma u otra lo hacía, iba hasta allí, pintaba, vendía sus cuadros y volvía a su casa, don­de vivía sola. Admirable, pensé. Me la imaginé haciendo cosas diarias, sencillas, como levantarse y bajar de la cama, prepa­rarse su propia comida o juntar sus cosas para ir a pintar a la plaza. Uno no magnifica lo difícil que puede resultar la vida de una persona discapacitada hasta que ve de cerca a una, y para mí era la primera vez. Ella lo hacía tan bien todo, que yo ni siquiera me había percatado de que no tenía piernas.

Caminé hasta el estudio donde había colgado sus cuadros. En todos ellos estaba su nombre y yo no me había dado cuenta de ello. Firmaba sus cuadros con letra legible y clara: «Celes­te Maldonado». «¡Qué tonto!», exclamé para mí, pero sonreí. Observé uno a uno esos cuadros: en ninguno, la chica de ojos celestes —que a veces era sirena y otras hada— tenía piernas, el lugar donde deberían estar se hallaba difuminado o conver­tido en aletas. Ella hablaba de sí misma en sus obras, de sus ganas de libertad, de visitar esos paisajes que dibujaba.

Unas ganas locas y aún más intensas de las que sentía an­tes por conocerla me inundaron el alma. Me di un baño y me acosté a descansar. En la mañana temprano iría a la plaza y la invitaría a almorzar. Quería conocerla, saber de ella, conocer su vida, sus sueños, lo que hacía y lo que no, lo que quería y lo que no.

Me levanté entusiasmado y me vestí casual, un jean y una remera blanca. El blanco, el negro y el azul oscuro eran mis colores favoritos, nunca usaba nada de otro tono, eso lo había aprendido de mis padres, que solían decir que la sobriedad era elegancia. Yo lo había hecho mío, más que nada porque no me gustaba llamar la atención.

Me dirigí hacia la plaza, el día estaba bri­llante, ni rastros de la lluvia de ayer. Celeste no estaba en su sitio ni tampoco había señales de ella. Pensé que quizá solo venía por la tarde, pues todos los días que la había visto había sido en ese horario. Caminé entonces a la casa de enfrente —donde habíamos dejado los cuadros el día anterior— para preguntar la hora que solía venir, pero la señora que me aten­dió dijo que ella acostumbraba a llegar temprano en la maña­na, y que ese día no había venido.

La chica de los colores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora