Capítulo 2: El compromiso

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La velada no acababa, y como nada era de acabar a medias en esos tiempos, encontraron al cochero herido de un puñal cerca de la entrada, el pobre hombre se habría de haber arrastrado hasta el lugar para dar con el mensaje; ''Que aparezca el conde''. Inmediatamente la gente no tardó en notar que faltaban los papeles principales de la noche; Woodgate y la mayor de las Hamilton, como siempre, nadie se había preguntado dónde había ido a parar Victoria, quizás, hasta hubiesen pensado que estaba merodeando la mansión o dando alguna que otra crítica al decorado de la fiesta, como era propio de las Browning.

—Hay que salir Victoria, se darán cuenta que falto, y allí afuera hay un bullicio —dijo Carlisle mientras espiaba por la cerradura de la puerta que sucedía afuera del cuarto de limpieza. Por los pasillos, iban y venían decenas de pies, de aquí para allá, sin dar lugar a conjeturas sólidas —.Saldré yo primero. Procura salir después, y que no te vean —concluyó antes de terminar de alistar su pañuelo como si éste no hubiese estado cerca de los labios de Victoria en la última media hora.

—Claro que no me haría ver. No es propio de mí tener aventuras con el prometido de mi amiga en el cuarto de la limpieza. La verdad es que prefiero las habitaciones más grandes. —aclaró. Carlisle la observa con gesto reticente antes de deslizarse cuidadosamente por los pasillos devuelta al salón.

Pero la desaparición de Carlisle era lo menos importante de la noche, su sola presencia pasó a ser algo más del decorado. Todos se encontraban haciendo un círculo alrededor del hombre que yacía en las escaleras de la entrada, donde logró arrastrarse, intentando colar las palabras y armar un croqui de lo que quería advertir. Otros, preocupados porque alguien había apuñalado al cochero, más que del cochero en sí, solo querían salir corriendo a por sus carruajes, pero temían, por supuesto, salir afuera y encontrarse con el culpable de semejante acto de crueldad.

—Tranquilos señores, recordemos que somos personas civilizadas y que aún en un desconcierto como éste, podremos actuar de forma deliberada. —acudió a decir el conde Woodgate.

—¿Es que ud pretende que nos mantengamos calmados mientras alguien ha cometido una barbarie frente a nuestras narices? ¡Lo lógico sería abandonar la mansión! —agregó el conde Lugo.

—Por eso mismo les aconsejo tomar con calma la situación, para que más actos de barbarie no se sigan cometiendo. El culpable puede estar ahí afuera y así mismo me dejaría de llamar hombre si dejara salir a mujeres y niños a donde un criminal podría andar suelto.

Se entendía el desquicie de la multitud, la velada había sido más que inoportuna, y ya se veían venir en las primeras planas, el escabroso escándalo de esa noche. Ahora mismo, el cochero, se encontraba entre la vida y la muerte, más allá que acá, intentando balbucear con un hilo de voz, el mensaje completo, mientras en agonía, logró recordar al ver a la Sra Hamilton, que la mayor de sus hijas había sido llevada a fuerza por los criminales.

—Srta Hamilton... —consiguió decir el hombre. La Sra Hamilton junto a la menor de sus hijas, Esme, observaba al hombre con confusión y miedo, miedo quizá de lo que vendría a decir después. —Se llevaron a la Srta Hamilton.

La multitud no tardó en rodar la mirada a las ahí presentes Hamilton, que dicho sea de paso, faltaba la principal, recién llegada de América, Gladys Hamilton. Su madre, Elizabeth Hamilton, se llevó la mano a la boca, mientras su hermana no tardó en romperse en llantos. Para cuando Victoria Browning había aparecido en escena, la multitud ya lamentaba la pérdida de una de las hijas solteras de la alta sociedad. Mientras tanto, el hombre se dejó ir, consciente quizás, de que su presencia no habría sido tan protagónica jamás como esa misma noche, que al fin y al cabo dio rienda suelta a la imaginación y al morbo de muchos de los presentes.

LazosWhere stories live. Discover now