Nitii - Té

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Dormí violentamente aquella noche. Desde que logré cerrar los párpados hasta que resultó coherente salir de la cama, mis sueños estuvieron plagados de pesadillas. Unos ojos finos pero letales me perseguían en una arboleada interminable que terminaba por acorralarme, dejándome a merced de aquellos pieles sucias que disfrutaban vejándome de todas las formas posibles. Me desperté con brusquedad, sudando, y con la garganta dolorida.

Me sentía manchada, como si mi espacio personal hubiera sido violado en una esfera muy profunda. Estaba en mi casa, me gustara o no, y nadie, sobre todo un indio, tenía ningún derecho a observarme en secreto. Me exasperaba todavía más el recordar que mi asaltante no había sido precisamente discreto, era como si hubiera querido que yo me percatara de su presencia. ¿Para qué? ¿Para que pudiera mirarle a los ojos antes de que me matara? No saber por cuánto tiempo me había estado observando, con ese vestido viejo y revelador, me produjo escalofríos desagradables. ¿Podía considerarlo un asaltante? Siguiendo mi lógica, sí. Era un piel roja con todas las consecuencias, a pesar de que no intentara infligirme daño alguno. "Lo hubiera hecho si hubiera tenido tiempo", chasqueé la lengua con asco.

Me destapé y salí de la cama con los huesos acartonados. La camisola de dormir dejaba al descubierto mis piernas y no quise ni mirarlas al rememorar que mi asaltante también había podido disfrutar de ellas. Descalza, me acerqué a la ventana y la abrí de par en par. Todavía no había amanecido. No me importó que la frialdad del viento me erizara la piel, estaba tiritando igualmente. Apoyé los brazos en el alféizar y luché por recapitular lo ocurrido. ¿Cómo había llegado hasta la valla sin hacer el mínimo ruido? ¿Estaba esperándome? ¿Y si había estado espiándome los días anteriores en los que había trabajado en el huerto? ¿Y si volvía?

- Olvídalo. – dije en voz alta.

Pero no podía. No podía olvidar esos ojos rasgados, penetrantes como una daga a traición. Los veía continuamente, en cada objeto, en cada gesto. Eran hondos, un pozo sin fondo que me atraía a sus fauces. No podía olvidarlos. Tampoco podía sentirme segura. Antoine habría organizado una pequeña patrulla, pero aquel indio era inteligente, una parte de mí lo sabía; nunca conseguirían encontrarlo. Aquello me hizo pensar que no se atrevería a volver a importunarme. Quizá había aprendido la lección. Y la cicatriz que surcaba su labio superior..., conforme más la reproducía en mi mente, más visualizaba la curva de su boca. Ese engendro estaba sonriéndome.

No debía martirizarme más, por lo que me cubrí con un batín de terciopelo marrón y decidí bajar a la planta inferior. Era demasiado temprano, nadie más aparte del servicio estaría en pie, y el estómago me rugía con impaciencia. Cuando llegué a la cocina, la encontré vacía, aunque un olor a pan recién hecho salía de las brasas. Agradecí que no hubiera nadie, puesto que toda la casa estaba al tanto de lo que había ocurrido y no deseaba responder a sus preguntas. Antes de que mi paz se viera interrumpida, cogí una manzana y me marché de allí arrastrando los pies. Las paredes, teñidas por un azul oscuro que se desvanecía en tonos amarillentos por la llegada de la mañana, dotaban de un aura lúgubre al espacio. No se oía nada más que mi respiración. Era como si estuviera paseando por un hogar de difuntos. El reloj marcó la hora. Sin pensar, entré a la biblioteca. No era muy grande, pero estanterías a rebosar indicaban que Antoine era un estudioso. Yo jamás había sentido un gran aprecio por los libros, el único elemento que conseguía despertar mi atención era el clavicordio. Desde que habíamos llegado, no había querido enfrentarme a él, por mucho que lo echara de menos. Aprendí a tocarlo sola, cansada de no encontrar a nadie con quien jugar en la infinitud de nuestra finca de París. Era un instrumento muy viejo, más que mi madre, pero funcionaba. Podía hacer todo el ruido que quisiera, el sonido no llegaba hasta las partes habitables de la casa. Mi familia tardó años en descubrir que sabía tocarlo con los ojos cerrados. Siempre me privaba de la visión, adoraba la sensación aérea de mover las manos en la nada antes de sumergirlas entre las teclas, me permitía sentir la música de forma más intensa. Pero aquel clavicordio no era el mío, sino el de Antoine. Si lo hacía sonar, traicionaría a mi memoria. Me aterraba olvidar quién era.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora