Zoongide'e - Ella es valiente

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Permanecí largos minutos, ignorando el frío de la noche, junto a aquel pino. Se había marchado con el sigilo de la niebla que balanceaba el columpio, pero había acudido. Me alertó la quietud con la que yo también me había congregado en aquella noche cómplice de nuestras confidencias. No se construían puentes de palabras entre nosotros, pero eran innecesarios. Había venido hasta a mí porque estaba preocupado, lo había visto en sus ojos, y quería reiterarme su agradecimiento. Parecía ser que mi actitud negligente respecto al nogal había sido solapada por los fusiles. Había venido hasta a mí porque buscaba asegurarse de que todos estábamos bien y sabía que necesitaba cerciorar que nada le había ocurrido a él o a sus compañeros. ¿Era aquella la razón por la que yo había ido hasta él? Era una interesante pregunta. Como si una parte de mí hubiera sabido que Namid vendría a mi encuentro, había pisado el jardín trasero una vez más. Era difícil de creer que existiera tal vínculo entre nosotros. Nos habíamos salvado mutuamente.

- Señorita, entre.

No oí a Florentine acercarse. Las arrugas de sus ojeras me observaban con aprensión. Tenía las mejillas cítricas, descolgadas por los años de trabajo, y la oscuridad las hacía más enfermizas. No sonreía. Había visto todo, pero no había dado el grito de alarma. Sin embargo, me miraba como solía hacerlo mi madre antes de abofetearme.

- Va a coger frío. – insistió, agarrándome del brazo con delicadeza.

No me obstiné y permití que tirara de mí. Al hacerlo, la improvisada venda de Namid entró en su campo de visión. Me tomó de la muñeca y la alzó. Su cuello se tensó en surcos preocupados por mi atrevimiento. No cabía duda de que se trataba de una piel ojibwa, como la que había ocultado la raíz de bardana, y el trazo indiscutible del nogal sobre ella impedía negar lo evidente. La soltó con lentitud, conteniéndose.

- Entremos.

La seguí, expectante por su sermón. Ya no tenía por qué ocultar lo ocurrido, pero carecía de respuestas que proporcionar. Mi cuerpo respondía, pero no comprendía nada de lo que estaba sucediendo. La conmoción que me producía mi actitud aumentaba la sensación de que estaba actuando poseída por un instinto que era imposible que me perteneciera a mí. O a la persona que yo creía ser. Catherine Olivier, la niña enclenque, había arriesgado su vida por un salvaje; y, por si fuera poco, aceptaba sus regalos y sus visitas desautorizadas. Catherine Olivier, el gorrión herido, estaba comenzando apreciar a aquel indio que bailaba con las estrellas.

- Señorita, suba antes de que la vean. – me susurró cuando estuvimos dentro. Tirité al notar la diferencia de temperatura. – Le llevaré una toalla húmeda para que pueda asearse los pies.

Florentine no iba a pronunciarse. Quise explicarle que no estaba haciendo nada malo, pero en realidad sí lo era.

- Suba. – insistió al verme allí parada. – No diré nada.

- Florentine. – la hice detenerse. – Yo...

- No tiene que darme ninguna explicación. – atajó. – Decidió salvar a aquel indio, Dios sabrá por qué. No es de mi incumbencia, mientras usted esté a salvo. – suspiró. – Pero está jugando con fuego.

"Namid no me lastimará", pensé cuando me dejé caer sobre la cama con los pies bruñidos. ¿Qué era lo que sostenía la veracidad de aquella afirmación? Una joven como yo, que tan poca erudición sobre la vida poseía, codiciaba pensar aquello como un dogma. Nunca había salido de nuestra casa parisina. Sí, había acudido de visita a muchos otros palacios y villas, dada la profusa actividad social de mi familia antes de que mi padre enfermara, pero todas ellas seguían siendo las mismas cuatro paredes de mi limitado universo. Yo no había salido al mundo a pesar de habitar en él. Tampoco había querido. Allá fuera, en lo inhóspito, la incertidumbre era incalculable. Las jóvenes como yo debíamos de ser prudentes, esperar. Recuperé las palabras de mi abuela: "Las mujeres nos pasamos toda la vida esperando". Esperando a que alguien nos pusiera una cinta de seda en el suelo para poder caminar hacia nuestro destino, hacia la seguridad. Yo no era distinta de aquellas mujeres. En mis catorce años, jamás me había descalzado para caminar por fuera de la cinta. Desconocía por dónde empezar. ¿Y si estaba equivocada y aquel salvaje era una amenaza?

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora