Noojimo'iwe - La que cura

873 151 47
                                    

El cielo estaba totalmente cubierto por un manto oscuro cuando decidimos regresar al campamento. El tiempo parecía haberse escurrido entre los dedos en un abrir y cerrar de ojos. Desde nuestro color favorito hasta nuestro mayor miedo: así de apasionante había sido nuestra conversación. Escucharle era hipnótico..., como cualquier indio, había nacido con el don innato de la fábula. Por el contrario, en el momento en que yo comenzaba a hablar, debía esforzarme profundamente para no dejarme vencer por la vergüenza y la incomodidad. No obstante, Namid me prestaba toda su atención. Su risa, al tiempo que le contaba las disparatadas ocurrencias de mi abuela o cuánto había querido a mi padre a pesar de su carácter estricto, me hacía sentir que lo que yo pudiera decir albergaba un valor aunque fuera mujer.

Encontramos el asentamiento tal cual lo habíamos dejado. Las mujeres cocinaban la carne salada en las hogueras, los niños revoloteaban como mariposas salvajes, y los hombres bailoteaban junto al fuego o limpiaban sus armas. Los ojibwa no llevaban a cabo profusos fastos antes de las batallas, era como estuvieran marcadas a fuego en su piel y no significaran un hito extraño.

Nada más llegar, levantamos miradas sospechosas. Algunos rieron, otros nos juzgaron con cierta extrañeza, pero sin maldad. Solo Ishkode lo hizo: mientras Namid me ayudaba a bajar de Giiwedin, anduvo con paso firme hasta nosotros y se dirigió a él con un tono poco amistoso. Él se espolsó los pantalones y le replicó sin inmutarse demasiado, aunque hirviendo de ira bajo la superficie.

— Tú — se centró en mí —. ¿Dónde estar?

— En el bosque.

Namid se situó delante de mí para protegerme. Lo aparté suavemente.

— Mañana lucharemos juntos como hermanos. ¿Qué más quieres de mí?

Ishkode se adelantó un poco. El tamaño de su cuerpo y su expresión impasible me hacían temblar por dentro. Disimulé a duras penas.

— ¡Señorita Waaseyaa!

El grito de Thomas Turner interrumpió cualquier tentativa de ataque del jefe indígena. Para mis adentros, suspiré aliviada. El mercader corrió hasta a mí y me estrechó entre sus brazos sin importarle quién estuviera mirando.

— ¿Dónde ha estado? Estábamos preocupados.

¿Cómo iba a seguir manteniendo aquella relación con Thomas Turner sin sentirme culpable? Era evidente que estaba sufriendo.

— En el bosque. Teníamos hartos asuntos que tratar — le sonreí, no sin cierta tristeza.

Él asintió, sin indagar, sin dudar de mí. Por su parte, Ishkode lanzó una exhalación molesta y se fue dándonos la espalda.

— Está nervioso, eso es todo — lo excusó Thomas Turner.

Me puse rígida cuando me aisló un rizo de la frente. Era un gesto que solía efectuar con naturalidad, al fin y al cabo manteníamos una amistad muy estrecha. Ante ello, Namid frunció el ceño, mas respetó nuestro espacio.

— Deberíamos cenar juntos — quise terminar con aquella situación incómoda.

— ¡Han preparado una pequeña ceremonia!

Me rompía el corazón, me lo rompía, atisbar cómo se hundía poco a poco en la decepción de no ser correspondido.

— Qué raro que Ishkode organice un evento jocoso — me jacté.

Thomas Turner se rió y, pícaro como era, me ofreció el brazo para que se lo cogiera. Siempre lo hacía para que camináramos conjuntamente. Durante un instante, dudé. Rápidamente me di cuenta que el inglés seguía siendo mi amigo, le pesara a quien le pesara: Namid tendría que aceptar su presencia; únicamente cedería en el caso de que el mercader eligiera marcharse de mi lado.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora