Maajiibii'ige - Ella escribe una carta

1.1K 198 29
                                    



— Señorita, no ha hablado en todo el camino. ¿Le ocurre algo?

No me tomó por sorpresa aquella pregunta. Florentine y yo acabábamos de bajar del carruaje y había permanecido con los brazos cerrados en torno al pecho y la expresión perdida durante todo el trayecto. Sentía la lengua confesora, con ganas de lanzar todo lo sucedido sin importar las consecuencias. Estaba guardando demasiadas emociones para mí misma. Sin embargo, aquella había sido siempre mi manera de funcionar ante los conflictos. Me aterraba afrontarlos, por eso me negaba a hablar de la muerte de mis padres en voz alta.

— ¿Le apetece un té y bizcocho de arándanos? Es su favorito — insistió.

— No.

— Señorita, debería de cubrirse esa venda cuando vayamos a la ciudad, sobre todo si va a ocupar la vacante de maestra de clavicordio.

Florentine había sacado a relucir dos temas que me hervían la sangre: por un lado, dentro de dos días tendría que acudir a dar mi primera clase de música; por otro, Namid y su venda vagaban a sus anchas por mi mente sin que yo pudiera hacer nada para enmendarlo. Canalicé mi enfado y dije simplemente:

— Quiero estar sola.

Ella quiso añadir algo más para impedir que subiera a mi habitación, pero no le di opción. Entendía que estuviera preocupada, pero solo estaba consiguiendo agobiarme. Cerré la puerta tras de mí y me dejé caer sobre la cama. ¿Por qué el pecho no volvía a su curso normal? ¿Cuándo iba a desaparecer aquella fatiga que me nublaba los sentidos? Estiré el brazo y observé la venda. ¿Por qué razón me sentía tan molesta? La desanudé y el recuerdo de sus caricias al ponerme los guantes, los cuales me había quitado al subirme al carruaje, me hizo abandonarla sobre la mesita. La muñeca ya no estaba morada, solo algo amarillenta, y no me dolía en absoluto. Ya no precisaba ninguna venda. ¿Por qué no quería abandonarla?

"Catherine, ¿qué ha pasado exactamente?", me pregunté en los adentros de mi pensamiento. Ni yo misma lo sabía. Todo había ocurrido con rápida lentitud. Namid aparecía y desaparecía como la serpiente de las tentaciones. Me toqué la mejilla, esa que él había estado a punto de rozar, y sentí escalofríos. ¿Había anhelado que lo hiciera?

Debía de estabilizar mis emociones, por lo que me levanté y fui directa al escritorio que había en el lado derecho de la estancia. Tomé un papel y humedecí la pluma. Desconocía qué escribiría, pero no me demoré en dilucidarlo:

25 de septiembre de 1752

Querida Annie,

Es probable que pienses que he perdido el juicio tras leer esta carta. No descarto que sea así. Sabes que soy una persona muy reservada, pero tú y Jeanne sois las personas con las que más confortable me siento respecto a mis intimidades. Debería escribirte largo y tendido sobre la boda de Jeanne, pero un nerviosismo enfermizo me lo impide. No deseo alargarme en dilataciones y preocuparte más. Siento haberte mentido en las cartas anteriores. No te conté toda la verdad. Las cosas que dije sobre Antoine y su relación con Jeanne son puramente ciertas, pero el resto no. Pronto se cumplirá un mes de nuestra llegada a Quebec y han sido unas semanas inolvidables, en el peor de los sentidos. Yo no quería estar aquí, separada de mi hogar y de ti, como arrancada de los brazos de mi nodriza al nacer. Detestaba este lugar, desértico, lleno de bosques, ancho y vacío. No importa a donde mires, la extensión de montañas eternas no alcanza al ojo humano. No salía de mi habitación, rechazaba la comida, ni siquiera visité la iglesia. Te escribí todas aquellas mentiras para que no te entristecieras en la impotencia de no poder hacer nada para ayudar a tu dulce niña, sé que los tíos no te hubieran permitido viajar hasta aquí, ni yo tampoco te deseaba este destino.

Te preguntarás por qué escribo estas líneas con tanto nerviosismo. Comenzaré diciéndote que retomé mi apetito y he volcado mi tiempo libre, que es mucho, en enseñar a mi criada, Florentine, a leer y a escribir. Me atreví a visitar la ciudad en compañía de Jeanne y he de confesar que me sorprendió. Quebec es opuesta a París en historia y clase, pero la imita con bastante fidelidad. Hicimos buenas migas con el reverendo de la iglesia de Notre-Dame, el padre Denèuve, así como con el padre Quentin. Ambos enseñan a los niños indígenas en la parroquia de la basílica. Por su consejo, aunque muy a pesar, ocuparé la vacante de maestra de clavicordio en su orden. Conoces de sobra mi aflicción por tocar en público, lo he hecho en contadas ocasiones, pero desean que los niños representen un auto sacramental con motivo de las festividades navideñas. Es cierto, no te he hablado mucho de los indios. Aquí los llamamos "salvajes". Pensé que te fallaría el corazón, ese tan delicado que tienes, si te hacía saber que habíamos tenido contacto con ellos. No viven lejos de nuestra vivienda. Te fallará el corazón cuando te diga que ha sido un "salvaje" el que me ha hecho salir de mi triste letargo. Continúa leyendo antes de maldecir mi ineptitud para tomar buenas decisiones, te lo ruego. Se llama Namid, el que baila con las estrellas. ¿No es un nombre precioso? Aquí hay muchas tribus distintas, están los hurón, los cree y los ojibwa, entre otros. Él es un miembro de los ojibwa; no sé mucho sobre él, pero es uno de los hijos del curandero de la tribu. Una de sus hermanas es alumna de los clérigos que te he mencionado antes. Tampoco sé mucho sobre los ojibwa, pero son generosos y honrados, mucho más que los oficiales franceses que he conocido hasta la fecha. Te preguntarás por qué lo sé..., simplemente lo hago. Si conocieras a Namid, si pudieras verlo, lo entenderías. Aunque necesitarías más de un par de minutos para poder observarle bien. Posee una alta estatura y una cabellera larga y negra, como la de los grabados que hay de ellos en las galerías de París. No puedo decir que es bien parecido..., es opuesto a todo lo que representa nuestra gente: tiene la piel morena, como ligeramente quemada por el sol, y los rasgos hoscos. Se pintan la cara como nosotras, pero sin pretender embellecerse, o eso creo. Si pudieras ver sus ojos... ¡si pudieras! Son los ojos más enigmáticos que haya podido contemplar. No son totalmente negros como los míos, sino de color trigo. Son rasgados, con forma horizontalmente ovalada. Me cuesta explicarte cómo lucen, ¡si pudieras verlos!

Todo en él es diferente, tata Annie. No lo sabe, pero me ha ayudado más que nadie en este duro trance. Le tengo un poco de miedo, pero sé que no me infligirá daño alguno... Yo le tengo miedo a casi todo el mundo, pero él me despierta. Salvó mi vida en dos ocasiones. Ahora estarás saltando en tu silla, pero no te preocupes, sigo de una pieza. Quebec no es París, Thomas Turner estaba en lo cierto. Se ha convertido en un gran amigo, supongo que lo recordarás de mi última misiva. Gracias a él y a Namid, continúo viva en todos los sentidos de la palabra. Cuando él me mira, y lo hace siempre que puede, sus ojos se quedan clavados en los míos durante horas, aunque ya haya desaparecido. Me hace sentir que hay algo dentro de mí que merece la pena.

Pero no comprendo estas emociones. ¿Es así cómo se siente tener un amigo? Nunca he tenido ninguno, aparte de vosotras dos. Thomas Turner es mi buen amigo, pero no me crispa los poros de la piel con su presencia. Estoy muy confusa. ¿Qué es esto que estoy experimentando? ¿Es la amistad un sentimiento tan fuerte? ¿Y si padre lo ha enviado para ayudarme? ¡Me siento tan superada por todas estas preguntas sin respuesta! Sufro un nudo en la garganta que no desaparece, una congoja que me hace sonreír y sollozar a su antojo. Solo deseo hallar la paz interior de nuevo.

¿Estoy volviéndome loca?

Perdóname.

Te adora y te echa en falta,

Catherine.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora