Nandawaaboozwe - Él caza liebres

1.3K 224 97
                                    


La rabia se adhería a los párpados hinchados por el insomnio cuando era incapaz de dormir. No conseguía descansar desde que habíamos desembarcado en Quebec. Tampoco me había atrevido a volver al jardín trasero, como si aquel indio pudiera aparecer de nuevo para matarme, ofendido por mi intento de pedirle explicaciones por mirarme. No solo era el miedo a nuevos contratiempos, también estaba la culpa. Y la conversación mantenida con Jeanne. Mi resolución había sonado muy valiente, pero la realidad era muy diferente. Todo mi cuerpo, desde la punta de los dedos de los pies hasta mis rizos rojizos, reaccionaba con rechazo ante la idea de no volver a París. Sin embargo, no podía evitar cuestionarme qué era lo que echaba tanto de menos de Francia. Lo que realmente había querido reposaba bajo el fango del cementerio. Solo me quedaba Jeanne. Y mis tíos..., tenía mucho que agradecerles, pero también mucho que echarles en cara. Extrañaba la fantasía de mi vida en París, la idea de ese pasado desaparecido, la comodidad, mis costumbres... Mas el curso de mi existencia ya había cambiado desde que mis padres murieron. Todo comenzó con aquel suceso; Quebec solo fue una consecuencia de su fallecimiento. No había nada que pudiera hacer para cambiar aquello. El dinero, los títulos o los maridos no los resucitarían. Nunca más volverían.

"Solo tengo a Jeanne", inspiré internamente. Mi hermana no iba a volver a París, por lo menos no hasta dentro de un par de años, y a pesar de que me produjera náuseas estar encerrada en aquel pueblucho situado en el otro extremo del universo, separarme de ella acabaría conmigo. Puede que el rumbo de los acontecimientos cambiara y ambos decidieran volver a mi adorada y humana Francia. Aquí solo había árboles y alces. Ni hablar de los maridos. Aquello sí que aumentaba mis ganas de vomitar. Yo solo quería que un buen hombre me encontrara, uno capaz de aceptar que no lo quisiera. Tal vez ninguno de los dos nos amáramos, así podríamos convertirnos en cómplices de una farsa que sufragara nuestra soledad y las expectativas de nuestros allegados. Opiné que aquel sería el mejor escenario. No podría pedirme ser yo misma. No podría exigirme hacer otra cosa que darle los hijos pertinentes. No podría suplicarme que me entregara, porque él sería un farsante como yo.

Deseaba escribirle una carta a Annie para contarle todo lo acontecido, pero sabía que se preocuparía en exceso. En todas mis misivas, le había mentido descaradamente. No había nombrado ni una sola vez mi descontento, lo horrendo que me resultaba Quebec y lo abatida que me sentía; sin embargo, sí le había hablado largo y tendido sobre el matrimonio de Jeanne, las virtudes de Antoine y la evolución de mi huerto. Medité sobre si debía hacerle saber qué había ocurrido con los indios. Probablemente suplicaría por mi vuelta a casa. "¿Qué casa, Annie?", pensé yo. Cuatro paredes y lustrosas camas no convertían una celda en una casa, en un hogar. Me percibía nómada en un mundo demasiado grande y estrecho de barrotes.

Salí de mi habitación, sin rumbo, solo con el afán de subsanar mi vigilia de alguna forma. Recorrí el corredor con el tacto, las manos de las palmas abiertas, palpando las distintas texturas, hasta que llegué a las escaleras. La madera del pasamanos estaba helada, el espacio desierto. Restaban unas cuantas horas hasta la llegada del amanecer y de nuevo me encontraba vagando lo deshabitado. Había olvidado ponerme el batín, pero me agradaba la sensación de frío, despertaba mis sentidos. Ignoré el clavicordio y mis pasos me llevaron hasta el jardín trasero. Lo echaba de menos. Desde que había dejado de acudir allí para mejorarlo, mi incapacitación para caer dormida se había agravado. Abrí la puerta que me separaba del exterior y el soplo nocturno me abrazó, levantando el bajo de mi camisola. El cielo era tan oscuro como la boca de un lobo, adornado de pecas brillantes como las que poblaban mi rostro. Nunca había visto tantas estrellas juntas, danzando al ritmo del canto de los búhos que se escondían en los densos bosques que rodeaban la casa. Me sentí diminuta, pero acogida por la inmensidad de la naturaleza. Estaba tan absorta que di un respingo cuando mis pies descubiertos se posaron sobre el barro. Los miré, blancos como las esculturas del rey, antes de seguir caminando hacia la nada. Avancé a través de las tinieblas, con la tierra mojada haciéndome cosquillas, hasta que el viejo columpio golpeó mi espalda. Lo tanteé para averiguar bien su forma y me senté sobre él. No me atreví a balancearme, con miedo a que alguien pudiera oírme, pero sonreí al darme cuenta de que, allí subida, mis pies no tocaban el suelo. Mi larga caballera pelirroja que no me había molestado en recoger, bailaba suelta al compás del viento.

"Siento haberte abandonado durante estos días, amigo mío", me disculpé.

De improviso, escuché una especie de alarido. Sonó como un sollozo ahogado, corto y seco. Provenía de las cercanías de la valla. Todo mi cuerpo se tensó y miré a ambos lados de mi cabeza, como si pudiera distinguir algo en la negrura de la noche. Comencé a sudar, arrepintiéndome de haber salido afuera sin protección ninguna. Aún estaba a tiempo de refugiarme adentro. Me levanté sin preocuparme del ruido e intenté recorrer el mismo trayecto de vuelta. Antes de alcanzar los tres escalones que llevaban a la puerta, otro alarido sonó. Me detuve en seco. Parecía un animal quejumbroso. ¿Y si era un búho herido? "Maldita sea Catherine, deja de sentir pena y métete en casa", me inculpé. No podía ignorar su dolor, estaba claro que había sido herido. Reuní el poco valor que poseía y cambié de dirección. Anduve rápido hasta la cerca y la luz de la luna llena me ayudó a distinguir a una liebre sobre la hierba, sangrando.

- ¡Dios mío! – exclamé, saltando la valla como pude, con el vestido enredado.

Estaba atravesada por una flecha de madera en el costado. Todavía estaba viva y gemía, entre la vida y la muerte. Había comido muchas liebres durante mi infancia, pero nunca las había visto morir. No sabía qué hacer con las manos. Intenté agarrarla, pero se zafó, asustada, y solo obtuve sangre en mis dedos. Estaba caliente. ¿Quién cazaba por las noches? Era el momento más indefenso del día. No podía hacer nada por ella, seguía gimiendo de dolor, pero su intensidad disminuía a medida que la sangre brotaba y brotaba. La vida se le estaba yendo enfrente de mis narices. Extendí las manos por segunda vez y pude acariciarla entre temblores. No se resistió, incapaz de moverse. Sus ojitos estaban entrecerrándose y los míos se llenaron de lágrimas. Le rocé el pelaje con cariño antes de que se convulsionara levemente y dejara de removerse por completo.

Había muerto.

No cesé en darle mis atenciones, arrodillada junto a ella, a pesar de que ya no podía sentirlas. Con el dorso de la mano limpia me aparté las lágrimas de las mejillas. Recordé la hostilidad de lo desconocido que existía más allá de mí y posé la vista en su herida. Recorrí la longitud de la flecha. "Indios", se me heló la sangre en las venas. La liebre había sido cazada por los indios. Me erguí con ímpetu, justo antes de sentir unos pasos detrás de mí. Estaba afuera, había cruzado la valla, totalmente sola. Había alguien detrás de mí, podía sentir su cuerpo. Sin esperarlo, escuché su voz dirigirse a mí. No entendí ni una palabra de lo que me dijo, pero sonó autoritaria y ronca. Estaba paralizada, ni siquiera era capaz de girarme hacia él. Ante mi ausencia de respuesta, volvió a hablarme, esta vez elevando algo más el tono. Tenía que encontrar la manera de escapar de allí, solo tenía que alargar los brazos para alcanzar la valla y saltarla lo más rápido posible. No quise pensar si me perseguiría o no, me había interpuesto entre su presa y él.

Para mi sorpresa, pasó por mi lado sin apenas prestarme atención y se agachó junto a la liebre. Su espalda curvada se fundía con la oscuridad. No podía distinguir bien sus formas, pero sí el arco que cargaba. La acarició como yo había hecho y empezó a susurrarle, como si estuviera orando, con una voz sedosa como el sándalo y ruda al mismo tiempo. Grité abiertamente cuando le sacó la flecha del costado sin miramientos, guardándosela en el jubón. Me tapé la boca con las manos, pero ya era demasiado tarde. Le recordé que seguía allí y nuestras miradas se encontraron. Él no pareció sorprendido, más bien molesto por mi chillido, y frunció el ceño. Las facciones de su semblante eran duras, marcadas por la severidad, y el terror me dejó sin respiración. Movió los labios para decirme algo en aquella lengua infernal y distinguí la cicatriz de su boca en la penumbra. Mis piernas y brazos se movieron solos. Era él. El indio que me había estado espiando. El hijo del curandero ojibwa. Intenté levantar la pierna derecha para cruzar la valla, pero la camisola seguía enganchada y me impedía subir la rodilla más de un palmo. Llorando de nuevo, la estiré con todas mis fuerzas. Necesitaba volver adentro. Caí de bruces al suelo al romperla, hiriéndome la muñeca. Las lágrimas me ahogaban. Él se levantó, alto como un junco, y me observó con detenimiento, en guardia. Parecía un fantasma enorme. No supe en qué pensar antes de que me matara. Circuló sus pupilas impenetrables por mis muslos descubiertos y buscó mi mirada. Luché por rehuirle, pero me atrapaba. Sin previo aviso, movió su cicatriz en una media sonrisa que buscaba resultar amable y se acercó.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora