Si hubiera sido conocedora de las ansias de Namid por verme despellejar a una ardilla, quizá me hubiera pensando mejor mi presencia allí. Primero había que calentar un poco el filo del cuchillo para que el pelaje se separara de la piel con mayor facilidad. Yo carecía de armas, pero él las ocultaba en diversos rincones de su cuerpo: vivía en continúa tensión, como si en cualquier momento alguien pudiera llevársele consigo a la fuerza. Extrajo una afilada hoja del interior de su bota y me indicó que recogiera algunas ramas para la improvisada hoguera. Meses atrás, habría sido incapaz de entender ni uno solo de sus gestos, pero habíamos aprendido a entendernos a través del silencio, únicamente con los ojos y las manos. La espalda me molestaba un tanto, mas quise obrar diligentemente y recolecté toda la madera que pude. Cuando hube acabado, Namid me sonrió con aprobación y tardó menos de cinco minutos en encender un fuego. Además, preparó un pequeño soporte para colocar al animal cuando estuviera listo y, posteriormente, cocinarlo a la brasa.
— Nishiime, mookomaan — solicitó de pronto.
"Hermana, el cuchillo", comprendí. Quería que empezara a darle uso. Me tendió la ardilla e indicó con la palma de la mano abierta, dura, cómo debía de realizar los cortes. Temblorosa, calenté el arma. El metal brilló en contacto con el fuego. "¿Por qué temes hacerle daño? Está muerta", pensé, en cierto modo avergonzada por mi debilidad. Los ojibwa eran un pueblo ostentador de un gran amor por la naturaleza, por todos sus seres, y solo cazaban para comer, ni más ni menos. Honraban a la presa, intentando infligirle el menor dolor posible, porque sabía que dependían de ella para sobrevivir, y no al revés.
— Mookomaan — me apremió con dulzura.
Dubitativa, la cogí de la forma en que me habían enseñado y acerqué el cuchillo al lomo. Con la facilidad con la que la mantequilla se unta en el pan recién horneado, entré en la piel sin tener que infligir demasiada fuerza. Impresionada, dejé ir un jadeo. ¿Era tan fácil apuñalar? ¿Sería el cuerpo de un hombre más rígido? Absorta en aquellos pensamientos, retiré un poco de pelaje y la hoja se me resbaló, cortándome. En segundos, la sangre comenzó a brotar de mi dedo anular. Me asusté y el cuchillo cayó a la hierba.
— Per-perdón — me disculpé, pálida.
Temí que Namid se riera de mí o pensara que era una inútil, una niña blanca muy alejada de las guerreras de su tribu, incapaz siquiera de cocinar, pero sonrió, no desde la burla, sino desde la comprensión. Apartó un poco la ardilla de entre mis piernas y me agarró de la muñeca con delicadeza para examinar el tajo.
— No es profundo... — me justifiqué sin saber por qué.
— Shhh — me silenció entre risas.
Elevó un poco la mano para recibir más luz y frunció el ceño. Honovi me había contado que Namid era un buen curandero, como su padre, y sentí una apremiante curiosidad. Tocó la incisión y yo no pude evitar expresar mi molestia.
— La lavaré con el agua del lago, no es nada — hice el ademán de levantarme.
— Namadabiken.
"Siéntate", replicó con una sonrisa. Tragué saliva y obedecí, ¿qué otra opción tenía? Mis hombros se paralizaron cuando él se aproximó. No podía hacerlo como los hombres decentes..., parecía un caballo desbocado. Y esos ojos..., esos ojos eran tan juguetones como los de Wenonah. Me separó un poco el dedo lastimado y quiso detener la aparatosa hemorragia ejerciendo presión con la propia manga de su camisa. Aguanté, queriendo aparentar ser una mujer hecha y derecha, pero mi imprevisible amigo guardaba una última sorpresa: recogió mi mano entre el amplio hueco de la suya y la llevó hasta sus labios.
— ¿Qu-qué haces? — me revolví como una tímida palometa.
— Noojimo'.
"Curar", dijo en un murmullo.
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(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuego
Historical FictionEn los albores de la lucha por los territorios conquistados en Norte América, Catherine Olivier, una joven francesa de buena familia, viaja hasta Quebec junto a su hermana Jeanne para iniciar una nueva vida. Sufragada por sus propios miedos y pérdid...