Ashadomaage - Una promesa

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Alegué que me sentía algo cansada cuando inauguraron una nueva partida de naipes tras mi breve concierto. Deseaba subir a mi habitación y escribirle a Annie para contarle todo lo que nos había acontecido desde la última carta. Últimamente le enviaba menos misivas de las que estaba acostumbrada. Me hizo sonreír saber que me regañaría.

— No te preocupes, Cat. Mañana desayunaremos juntos y los despediremos — me besó la frente Antoine.

— En efecto. No queremos entretenerla más, sobre todo después de la fabulosa pieza con la que nos ha deleitado — me dedicó una afable sonrisa Thibault.

Ninguno de los presentes había hecho ni un solo comentario por las lágrimas que habían poblado mis ojos cuando cesé de tocar el clavicordio. Intenté restregármelas con las mangas antes de que pudieran verlas, pero había sido en vano. De nuevo, vi aquella expresión con la que la mayoría de mis allegados me oteaban: me creían débil y no se atrevían a interferir en mi desánimo por miedo a mi fragilidad. Por ello, nadie objetó respecto a mi marcha.

— Les deseo una muy buena noche. Hasta mañana — hice una reverencia.

— Descansa, cariño — me abrazó Jeanne antes de que saliera del salón.

Frente a las escaleras, tomé aire y comencé a subir los peldaños. Aparte de mi reserva de tocar en público, había otro motivo por el que no hacía sonar las teclas con asiduidad: la música me sumía en un sopor afligido y nostálgico que me duraba horas y horas. Extraer todas mis emociones sobre el instrumento me dejaba sin energías, como si me hubieran propinado una dura paliza. Sentía el corazón cansado. Mi sensiblería tenía un lado oscuro, era capaz de despojarme de todo mi ánimo. Y yo no quería sentirme alicaída. Ya no.


‡‡‡‡


Estaba terminando de escribirle la carta a Annie cuando alguien tocó un par de veces a mi puerta. Era bastante tarde, había escuchado minutos antes que todos se habían marchado a sus habitaciones. Figuré que se trataría de Jeanne. Me levanté del asiento del tocador cubierta por la camisola de dormir y casi se me cayó la pluma de las manos al girar el pomo y ver a Étienne. Estaba ojeroso, con sus gráciles rizos castaños revolucionados. Tenía el cariz angustiado y mustio, consciente de que estaba viéndome a escondidas a una hora indecorosa. Iba descalzo, con sus asiduos pantalones oscuros de montar. La camisa blanca estriada y totalmente abierta por el pecho.

— ¿Qu-qué ha-haces aquí? — tartamudeé. Me sonrojé e intenté cubrirme el cuerpo como pude. Un hombre no podía verme de aquella guisa, era como si estuviera desnuda. Iba con el pelo suelto, greñudo a pesar de habérmelo cepillado, e incluso mi cabellera mostraba más de lo que se consideraba decente.

— No te alarmes, por favor, Catherine. Siento haber acudido a tus aposentos a esta hora impetuosa. Necesitaba hablarte — se explicó atropellando las palabras —. ¿Puedo pasar?

— ¿Có-cómo?

¿Qué era eso tan importante que tenía que decirme? Étienne era un joven educado, no era un cualquiera; sabía cómo funcionaban los entresijos de nuestra sociedad y no me pediría entrar a mi habitación así como así. Repentinamente me puse muy nerviosa.

— Tiene que ser a solas, por eso he venido de esta forma — se apresuró en aclarar, susurrando en la penumbra del pasillo —. No quiero que nos vean. Sé que es descortés, solo será un momento. Por favor.

Sin poder articular una palabra, me eché un poco hacia atrás, indicándole que podía adentrarse en mi cuarto. Rápidamente cerré la puerta. Había acudido a una ceremonia indígena y me había enfrentado a los clérigos de Notre-Dame, pero aquella situación era también peligrosa. Étienne empezó a dar vueltas por la estancia, inquieto, y me pregunté si su decaimiento durante aquellos días tenía relación con la intranquilidad que denotaba su cuerpo.

(PRONTO A LA VENTA) Waaseyaa (I): Besada por el fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora