Capítulo XVIII.

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Capítulo dieciocho: Nathaniel — ¿Sorpresa?

La siguiente noche de haber llegado a D.C., estaba esperando a que Calum desalojara mi cama. Había envolturas de dulces a medio comer y un montón de su ropa sucia.

—Me he ido por una sola noche y de algún modo logras hacer este desorden.

—Lo siento, hermano, no creí que regresarías tan pronto.

—Como sea... ¿La pasaste bien? Dime que no metiste a ninguna mujer de la noche a mi cama.

—Por supuesto que no —resopló y volteó los ojos—. Al apartamento sí, pero no pasaron de la estancia.

—Dios.

—No te quejaste de eso la vez pasada.

—¡Porque estaba yo, y es mi casa! —Levanté las manos al aire, derrotado porque de cualquier modo Calum nunca iba a cambiar. Me senté en la cama con los codos apoyados en la rodillas—. Jerome no es una buena influencia para ti ni para nadie. Detesto que esté aquí.

—Creí que lo extrañabas.

—Ya no es el mismo.

Calum, en cuanto dejó todas sus pertenencias y basura en el pasillo, levantó una ceja con incredulidad y luego soltó una risa totalmente burlona. Se sentó a un lado mío, negando con la cabeza repetidas veces.

—¿Y qué? Tú tampoco eres el mismo desde que entraste al Congreso, y yo tampoco lo soy después de la gira por Europa. La gente tiende a cambiar, es el ciclo de la vida. No podía quedarse estancado en la misma personalidad siempre. Tal vez ya maduró, en distinto modo al que estás acostumbrado, pero deberías... no sé, aprender a tolerarlo. Jerome sólo está aquí por ti, de otra forma ya hubiera regresado a Nueva York.

—¿Desde cuándo te volviste un experto en dar consejos? Y lo digo en serio. —Ese era el tipo de palabras que yo necesitaba escuchar. Jerome no sería capaz de explicármelo.

—Ya te lo dije, tendemos a cambiar.

Apoyó fuertemente la mano en mi hombro y lo apretó. Frunció los labios de manera extraña y salió de la habitación.

Cuando por fin tuve un rato de privacidad con mi cama, me di cuenta de que no extrañaba eso: la soledad. Era algo a lo que estaba muy acostumbrado, pero nadie dice que tiene que gustarte. Me gustaba compartir la cama con Amelia.

De hecho, me gustaba compartirlo todo. El tiempo, las pocas carcajadas que ella decidía mostrarme, las sonrisas, los roces de piel que sucedían por casualidad, incluso la comida que de vez en cuando Amelia robaba de mi plato. Apenas habían pasado unas horas de nuestra despedida y ya estaba extrañándola infernalmente.

Entonces busqué mi teléfono, que estaba conectado a la corriente del otro lado de la habitación, y marqué el número que casi estaba aprendido de memoria en mi cabeza. Pronto ella me contestó.

—Soy hombre y no lo entiendo —balbuceé—. Dime cuál es el color coral. Sé que quieres ir de ese color y no puedo fallarte.

—Nate —habló después de un par de segundos. Su voz soñaba somnolienta—. Es la una de la mañana, ¿de qué estás hablando?

De amores y senadoresWhere stories live. Discover now