Capítulo XLIV.

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Capítulo cuarenta y dos: Amelia – Lo que él decidió

Entrecerrando los ojos, intenté leer la hora en el reloj digital que adornaba mi mesita de noche. No pude. Llevaba tres milésimas de segundo despierta gracias a los golpes producidos en la puerta principal. Ni siquiera se habían molestado en llamar al timbre.

Uno, dos, tres secuencias de golpes más fueron suficientes para que me levantara de la cama, enfurecida. ¿Qué mierda? No estaba de humor para ese tipo de bromas a altas horas de la madrugada. Eran casi las tres, según pude ver en los números rojos.

Cubrí mi cuerpo con la bata negra de seda y corrí escaleras abajo. Seguían golpeando y mi furia me calentaba las venas.

Me asomé por la mirilla y, durante un segundo, no pude creer lo que mis ojos veían. ¿Era en serio? ¿Qué estaba haciendo ahí...?

Calum bajó las escaleras antes de que lograra abrir la puerta. Se acomodaba por inercia el cabello hacia atrás; sus brazos tensándose en cada movimiento.

—No abras. —Me pidió en voz baja.

—Cal, no puedo hacerle esto.

—Él no puede saber que estoy aquí.

—Pues lo sabrá si no vuelves allá arriba de una vez. —Le pedí con la mirada que, por favor, me hiciera caso. De por sí la situación ya era rara, no podía permitir que se ocasionaran más problemas por algo tan banal.

Calum aceptó a regañadientes y volvió a la planta alta.

Tomé el picaporte con la mano sudorosa. Lo giré, y de inmediato me encontraba cara a cara con Nate Van Hollen. No se veía bien, de hecho... parecía estar bastante demacrado. Iba despeinado, con la corbata hecha un nudo y una cajita de terciopelo entre los dedos temblorosos.

—Hola. —Saludó. Distinguí el olor a escocés que emanaba su cuerpo entero.

—¿Qué haces aquí? ¿Ya viste la hora, Nate?

—Lo siento, tenia que venir. No nos hemos visto desde...

—Unos tres días, más o menos. —Interrumpí.

Nathaniel, torpemente, levantó los dedos de su mano libre, subiéndolos y bajándolos como si estuviera contando.

—Ah, sí.

—Entonces...

—Hablé con Mae... Maegan... el otro día. Lo supiste, creo. Te lo dije —hipó—, nada me daba buena espina. Desayunamos, se veía radiante, hermosa... —arrastraba las palabras pero pude entender cada una de ellas. Y, aunque creí que las dos ultimas me dolerían, no lo hicieron—, y me devolvió el anillo de compromiso. De hecho... Es absurdo, ¿sabes?

—¿Por qué?

—Porque me pidió que nos casáramos —se rio. Primero levemente, y después soltó una carcajada. Era suficiente.

—Ven, entra. No queremos molestar a los vecinos.

Con la fuerza que encontré, a pesar de mi brazo casi cien por ciento recuperado, pude lograr introducir su cuerpo al recibidor. Eché el pestillo a la puerta y Nate se dejó caer contra ella.

De amores y senadoresWhere stories live. Discover now