II

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Él le había preguntado a una señora si conocía qué había a unos kilómetros por la ruta, aquella que se desprendía de la arteria principal.

El tiempo arrojaba una brisa fresca de mañana húmeda, desvaneciendo toda nostalgia con el principio de una resolana suave, dejando espacios entre las nubes como huellas de un rastrillo en el cielo, y aire puro.

Diana procuró inhalar la humedad hasta llenar sus pulmones y lo dejó ir con un suspiro leve, imperceptible ante las llaves de Willem tintineando entre sus dedos.

La señora junto a él olía como a algo que le recordó a alguna parte; a su tía, a galletas salidas del horno, a buenos tiempos.

Miró hacia el piso, hacia los charcos de lluvia en el asfalto roto junto a sus zapatillas, con la piel de su cuello sintiendo el frío. Recordó que se le había olvidado ponerse perfume detrás de las orejas como hacía desde que era una niña.

Willem le dio las gracias y se despidió. Su acento era correcto, las palabras salían fluidas de su boca. La señora asintió con la cabeza, con sonrisa amable y la miró a ella también.

La muchacha correspondió su sonrisa, aquella especie de dulzura, y la observó cómo se marchaba por un momento.

Recordó que su tía siempre olía a vainilla.

Se detuvieron de nuevo en el estacionamiento, junto al auto. Él le comentó mientras abría la puerta que había escuchado ese dialecto antes, el que había hablado aquella señora, pero que probablemente alguien de su familia sabría decirle mejor cómo se llamaba.

Ella le dijo que hablaba como un nativo, y que habría matado por poder saber tanto del idioma.

Willem se rió, sacó el estuche de una cámara que llevaba en la mochila del asiento trasero, y volvió a salir. Apuntó hacia el horizonte con el dedo, a la imagen que tenían al frente.

La lluvia se había detenido no hacía mucho, aclarando el ambiente, haciéndolo ver todo muy nítido, tan fresco, con colores naciendo, con un nublado partiéndose de a poco por el sol de las diez de la mañana, y una línea de asfalto que se perdía en la lejanía, y parecía única.

Diana abrió los ojos aún más, tratando de acapararlo todo. La inmensidad preciosa, la llanura, el cielo, los autos perdiéndose de vista.

No lo había notado, pero se había quedado quieta, apoyada sobre el techo del auto, sintiendo el frío del metal de la carrocería extenderse por todo su brazo, y Willem del otro lado, ajustando la lente, y capturando ese paisaje.

Todo se veía tan puro, como si nada fuera capaz de perturbarlo, o como si ningún toque pudiera hacerlo más bonito. Se veía como libertad, como algo que cambia, por las horas, por el clima, pero que sigue siendo hermoso porque su esencia sigue allí, la razón por la que podría ser mirado ahora, mañana, y siempre.

Se quedaron estáticos, allí, por unos minutos, absorbidos por la brisa, el sonido de las campanillas a través del estacionamiento, y toda la hermosura.

En aquel momento, Willem dijo:

—De esto, es de lo que está hecha de vida.

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De a poquito, va comenzando esta historia. 

Gracias por llegar hasta aquí. ♥

EpifaníaWhere stories live. Discover now