IX

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El correr de los días fue dócil a través de la ventanilla, como beso suave en los labios.

Millas al noroeste, hasta más allá de lo planeado, rodeados de relieve cambiante. Memorias tenues, de colores lavados. Una vez, se bajaron del auto a mitad de la ruta, para andar entre las flores silvestres de pétalos blancos, pétalos amarillos, en el aire puro.

Aprendieron a respirar vida, en los lugares nuevos, en las lluvias contra el asfalto sin tristeza. En las paradas para comprar comida en gasolineras, en los desayunos eventuales en cafeterías pintorescas, en paraderos al paso.

Estuvo la emoción de las fotografías de noches estrelladas, de callejuelas, de tasas de té y de café, una junto a la otra. Letras garabateadas en un diario.

Le habría sido imposible ignorar esa facilidad con la que fueron capaces de charlar acerca de todo y nada, como ya lo venían haciendo, a cualquier hora, esa facilidad que los acompañó cuando se acostumbraron a hospedajes de una sola noche, a las madrugadas en el auto.

La muchacha fue testigo de ojos verdes brillando en la tarde, con debates acerca de cualquier cosa, e incapacidad para estar separados un momento. De bondades del tiempo, corazón latiendo con fuerza en su pecho, carcajadas fáciles al ver a Willem burlándose discretamente del gesto displicente de una mucama, o de un hombrecillo que vendía queso artesanal.

Ahora, todo lo que tenía era su perfume grabado en la memoria, rastro de sus dedos en el cabello, la expresión de su ceja enarcada para robarle una sonrisa, la forma en la que sus manos se acoplaron a su cintura, cuando de nuevo los encontró la tempestad, y la atrajo a sí, pero sin prisa, sin exigir nada. Porque nunca le exigió nada, a lo mejor porque ya lo había intuido,  que aquello era puro, como lo que quizás nunca habían tenido. 

Le surgió la sensación de que los días eran largos, pero irremediablemente cortos de alguna forma, de alguna manera. También, la súplica interna de poder atesorar todos esos momentos para no olvidarlos nunca, como cuando saborearon la tarde en un pueblo pequeño, cuando compraron un par de libros viejos, un disco de los ochenta. La vez en que la melodía de la música alegre sonó de pronto en un comedor una noche, y la gente comenzó a bailar, y ellos comenzaron a reír, dando palmas desde sus asientos, hasta que los animaron a intentar bailar también.

Fue la mano de Willem sujetando la suya, fueron los postres de una panadería de aspecto rústico. Fue esa señora que los felicitó en el lobby como si fueran recién casados, fue la tonalidad rojiza que adoptaron sus mejillas. Él, con su sonrisa ladeada, con la travesura en la mirada. Fue la certeza de que no se lo habría imaginado nunca, que pudiera experimentar aquella sensación de libertad en su pecho.

Epítome: ya no hubo angustia, ni miedo. Ya no hubo herida, ni soledad.

Alba: tenía los lentes de lectura en la punta de la nariz cuando se despertó en el principio del día, y vio del este, justo a tiempo, la luz rosácea rompiendo la opacidad del cielo.

Willem aún dormía en el asiento del conductor, sintió su respiración tranquila a su lado. Sin embargo, se quedó quieta, sin voltearse hacia él, con la mirada tratando de captar cada detalle de aquella maravilla como esa mañana que sintió distante, en el estacionamiento de la cafetería.

Su corazón comenzó a acelerarse a medida que los minutos pasaban y todo a su alrededor se coloreaba con la luz tenue, y volvía a la vida, apartando de sí toda oscuridad.

Se dio cuenta en algún punto de que aún tenía el capítulo abierto sobre su regazo, así como lo había dejado hacía solo unas horas. Sus ojos se deslizaron entre las líneas de los versículos, los que le había estado leyendo a Willem antes de que se quedaran dormidos; hasta que por alguna razón se detuvo en el principio de un párrafo, y lo leyó para sí.

"Entonces brillará tu luz como la aurora y tus heridas sanarán en seguida, tu recto proceder caminará ante ti y te seguirá la gloria del Señor. Entonces invocarás al Señor y él te responderá, pedirás auxilio y te dirá: Aquí estoy." *

Diana sonrió, y miró hacia el cielo, por un pequeño momento. El amanecer estaba en su punto más hermoso, de rayos de sol saliendo desde el horizonte. Entonces sintió en su corazón mucha emoción, la necesidad sencilla de hacerlo, por lo que cerró los ojos y dio gracias.

*1: Fragmento bíblico: Isaías 58:8-9 

EpifaníaWhere stories live. Discover now