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Las calles eran estrechas y cortas, no superaban las tres cuadras de largo y solo en una intersección, vieron un semáforo. Las vidrieras pintorescas de los locales tenían un aspecto simple, de cortinas desgastadas y exhibidores antiguos.

Los techos bajos de las casas contrastaban con los letreros de neón apagados. Había flores en los alfeizar, aceras limpias por el paso de la lluvia.

Todo se veía fresco, como película independiente, detenido en el tiempo. Imaginario, de perfume de geranios rojos, de sólo un par personas andando por ahí. Era un asentamiento pequeño al costado de la ruta, de apariencia raída, atractiva y amable.

El restaurante tenía dos puertas de vidrio y un cartel de madera sobre la vereda con la especialidad del día y el postre. Atravesaron por ellas en cuanto Willem se cercioró de la billetera en su bolsillo, y el olor a comida casera los azotó con una sonrisa.

El salón era mediano, y congregaba a muchas personas. Hallaron una mesa casi en el medio y se sentaron en ella.

Diana contempló las paredes de ajado empapelado color durazno, las fotos familiares, el delantal a cuadros rojos y blancos de la mesera que se acercó a ellos. La muchacha los saludó cordialmente, alguien detrás de ellos la llamó por su nombre. Les ofreció la carta, tras hacerle un gesto a la otra mesa. Su rostro juvenil se había encendido por un momento, los rizos cortos a los lados de sus mejillas se sacudieron suavemente en cuanto tomó el pedido y sonrió gentil, antes de marcharse.

Luego de veinte minutos, se sumergieron en los sabores exquisitos desde el primer bocado, en el haz de luz que acariciaba el mantel, las partículas de polvo suspendidas en el aire y el bullicio de conversaciones animadas, enérgicas y de lenguaje dulce.

Willem tomó la palabra, después de la primera ronda de cumplidos hacia la comida, respondiendo la pregunta que tenía pendiente antes de entrar. 

— Mi madre quería ponerme el nombre de mi abuelo y mi padre el de su tío, así que podrás imaginarte que se desató una pequeña guerra. 

—¿Y quién ganó? – 

—Mi madre – Él sonrió, formándosele los hoyuelos a ambos lados de sus mejillas. – Creo que fue en lo único que no cedió en toda su vida, el primer nombre de sus hijos.

Diana correspondió el gesto, observándolo con sincero interés.

—¿Es decir que tienes hermanos? – preguntó, esperando que él ignorara su ferviente curiosidad, canalizada en sus inagotables preguntas. Willem pareció no percatarse de ello. 

—Landon, mayor que yo. Es médico; y Liz, que va a la secundaria. –

Hizo un ademán con su mano y la muchacha entendió que era su turno de hablar.

—Mi mamá eligió mi nombre – dijo – Me contó que cuando lo escuchó, sintió algo parecido a mucha paz, así que decidió que así tenía que llamarse su hija.

Willem le sonrió.

—Te sienta bien. Es perfecto para ti – 

No lo dijo con esa gastada galantería premeditada, esa que alguien más habría usado, sino, de nuevo, como si se tratara de una verdad incuestionable, saliendo de su boca con amabilidad elegante, y un toque casi imperceptible de picardía en sus pupilas.
Diana sintió el calor concentrarse en sus mejillas en forma de pequeñas explosiones, y estuvo segura de que se había sonrojado inevitablemente. 

—Gracias – Sonrió apenada, respondiendo a su mirada verdosa, hasta que no pudo más que desviarla al vaso de hielos flotando en la superficie, junto a su plato sin terminar. 

EpifaníaWhere stories live. Discover now