El hombre alto de los ojos azules

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Cada cierto tiempo, un período inespecífico de días que se suceden unos a otros, en el medio de la más honda de las normalidades, envuelta en la aridez de la rutina, llego a un punto en el que me pregunto qué estoy haciendo. 

Esa pregunta, en realidad, no está relacionada con el propósito de mi vida o mis proyectos, sino con algo casi risueño, la razón que se esconde detrás de un puñado de líneas, el porqué esta chica que ahora les escribe, está escribiendo. 

Llegué a ese punto hace un momento, y como siempre sucede, comienzo a tipear sin parar lo primero que se me ocurre para intentar darle sentido a algo que al principio no lo tiene para nada, y quizás  esta sea una de esas partes que voy a dejar en borrador para siempre, o quizás no, y te despiertes mañana con una notificación mía en esta historia ya terminada y no entiendas nada, pero está bien, porque creo que ya me conoces un poco y sabes de qué va esto. 

Hace un momento recordé a un hombre alto de ojos azules, italiano, de pelo plateado. Lo recordé porque estaba volviendo en el tiempo a cuando tenía unos cinco años, a cuando la vida era un poco más fácil o menos enredada, y este señor, tan educado como un europeo promedio, me compraba kilos de dulce de leche y frutillas (o fresas, como prefieras llamarlas) para mí sola. 

Tenía un porte casi militar, y un español tan leñoso y cargado de modismos y tendencias fonéticas italianas que tenías que hacer un curso previo para poder entenderle, por lo menos, a la mitad de lo que manifestaba en sus discursos apasionados sobre política, modales, economía nacional,  o incluso la compra mensual que hacía con mi tía siempre en el mismo supermercado. 

El tipo de Sicilia que se vino a Argentina durante la Primera guerra mundial, el tipo más frío y sarcástico que pudieras oír a media lengua, y sin embargo, ese tipo me profesó un cariño increíblemente profundo y casi paternal (que a toda la familia le sorprendía, de hecho, porque Antonio no solía a querer a prácticamente nadie, y mucho menos si ese alguien era un niño).

Hoy extraño a mi tío y no, no sé porqué. Pero sé que se encuentra en estas páginas, así que vuelvo a ellas. Vuelvo porque dejé algo de su esencia entre los capítulos seis y siete, porque hacía la mejor pasta del mundo después de la de mi abuela, porque sus "te" se mezclaban con sus "ti" natales, porque hizo feliz a mi tía, porque decía que yo era como una muñeca de porcelana, de las que se hacen a mano en su tierra, porque me recuerda que si no sos honesto con el arte que hacés y con vos mismo, no tiene sentido intentar hacer arte. 

Y resulta que yo escribo por muchas razones, pero una de ellas es porque quiero trasmitir algo sincero, algo que me brote de adentro, del corazón, del espíritu, del alma, de las venas, de lo que quieras, pero de adentro. Porque hoy quiero llorar a mi tío, porque me hubiera gustado visitar esos lugares con él, porque extraño que sea un cascarrabias, porque lo quise muchísimo y parte de él, descansa en una epifanía. 

Así que ahora esto es una oda a las razones por las que los aedos también lloran y se separan de las reglas y de la métrica, de las estructuras, y llegan a la conclusión de que, lo que hacen, lo hacen porque si no lo hicieran, quizás enloquecerían, porque son fieles a sí mismos, porque el corazón les sangra letras junto con recuerdos y nostalgias, que después se convierten en otra cosa, en historias con aventuras y retórica. 

EpifaníaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora