Capítulo II.

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Castillo Rosu, en los Alpes Transilvanos.

Seis años más tarde.

Hinata se colocó con cuidado encima de la amplia pared externa de piedra de la fortaleza, y echó un vistazo por el borde hacia el enredo de árboles y maleza debajo. Hubo un destello de carne pálida, un crujido de hojas, y luego la risita de su criada, Sakura.

Una baja voz masculina dijo algo en respuesta, las palabras imposibles de distinguir desde la elevada posición de Hinata. Estiró el cuello, intentando encontrar un ángulo desde el que pudiera ver a través de la vegetación qué era lo que hacían aquellos dos.

Sakura nunca reía tontamente. Reía de manera burlona, sí, pero nunca con aquella risa de niña juguetona. Hinata quería, desesperadamente, ver qué era exactamente lo que podía causar tal cambio.

El sol de primavera calentaba la espalda de Hinata, las amarillentas y pálidas piedras de la pared se calentaban bajo su cuerpo, el calor rezumaba por su vestido de terciopelo color Borgoña. Hinata maldijo mentalmente los arbustos por ocultar a Sakura y también al guardia; no podía quedarse allí encima todo el día, tan fácil de divisar como un escarabajo sobre una hoja. Alguien la descubriría.

Se movió un poco más, hacia el borde de la pared, los dedos de sus pies y manos sujetándose tan fuertemente como podían a la áspera superficie. Era una larga bajada desde su lugar en lo alto hasta el saliente del suelo por debajo, y luego la cuesta casi vertical de la ladera, y, al darse cuenta de ello, su cabeza dio vueltas. De repente su collar se deslizó de su corpiño, el péndulo se balanceó y luego golpeó contra la pared de piedra. Hinata lo agarró desesperadamente, casi perdiendo el equilibrio, y luego lo acunó en su mano, su precaria posición olvidada.

¿No se había dañado, no? Quizá un pequeño rasguño. Frunció el ceño y frotó el disco de oro y amatista contra su manga, intentando limpiar la marca. El disco estaba decorado con cruces grabadas, estrellas de amatista formando un recuadro, y letras arcaicas entretejidas entre los símbolos, con detalladas palabras que Hinata no podía leer. Eso, junto con un pequeño retrato de él, habían sido los regalos de esponsales que le había enviado Kiba de Wallachia, y en la carta que acompañaba los regalos él le había pedido que siempre llevara el colgante, que pensara en él, y se mantuviera pura.

Todo el mundo le decía siempre que se mantuviera pura, pero nadie le había explicado de qué debía mantenerse pura. Sin embargo, sabía que era algo sobre sus pensamientos y su cuerpo. Las monjas del convento donde había pasado su niñez habían grabando en su mente que el cuerpo era una cosa asquerosa, imperfecta, y aún más el cuerpo de la mujer. Cuando la menstruación de Hinata había comenzado, la propia hermana Chiyo le había explicado que la sangre era una maldición que Dios había echado sobre las mujeres por sus pecados.

Hinata no sabía cuáles eran sus propios pecados, pero seguramente era culpable de un sinfín de ellos, considerando los calambres en la tripa que Dios le enviaba como castigo.

Perversamente, cuanto más le decían a Hinata que su cuerpo era repugnante y sucio, más curiosa se había vuelto sobre sus secretos. Era frustrante más allá de las palabras habitar tal caja hecha de carne y pecados, y no entender casi nada de las profundidades de depravación en las cuales podía caer la carne pecaminosa. Sin embargo, y a pesar de aquella curiosidad, no había hecho nada para explorarse sola. Se sentía repugnada por los olores de su propio cuerpo y su suciedad, y procuraba lavarse con frecuencia.

Si le preguntaba a la anciana y perpleja hermana Chiyo que era, exactamente, de lo que se suponía que se debía mantener pura, Chiyo le decía a menudo: «de pensamientos impuros». Entonces Chiyo parecería triste y decepcionada cuando la frustración de Hinata por la no respuesta la hacía preguntar cuanto jabón necesitaría para mantener sus pensamientos limpios, y como se suponía que lo conseguiría meter en su cabeza.

Sueña conmigo.Where stories live. Discover now