Capítulo II. Vieja amistad

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Junio, 341 después de la Catástrofe

Si hubiese sabido que era él, nunca le habría abierto la puerta. Pero no tenía mirilla, así que tuve que afrontar su visita.

—¿Qué quieres? —saludé a David, quien había tenido la cortesía de venir a preguntarme cómo estaba.

En cuanto salí a la luz, mi imagen debió impactarle notablemente, pues se quedó unos segundos mirándome con pasmo e inquietud, al principio todo el rostro y luego de la cabeza a los pies.

—¿Qué te ha pasado?

No le respondí.

—¿Podemos hablar? —insistió él.

—Estoy muy ocupado.

—Aún vas en pijama.

—Iba a ponerme a trabajar justo cuando has llamado.

—Está bien, ¿me puedes decir una hora en la que no estés ocupado?

—Tengo que revisar mi agenda.

David frenó la puerta con el pie a tiempo antes de que le pudiera cerrar en las narices.

—Oye, Mikhael, bastante me ha costado ya venir hasta aquí y volver a hablar contigo. A mí tampoco me hace mucha ilusión, pero es importante.

—¿Y qué es lo que le urge tanto al dignísimo y distinguido señor Schwarzschild como para molestarse en mover el culo hasta mi taller? —pregunté con interés.

—¿Me puedes dejar pasar, por Dios, o tengo que echar la puerta abajo?

Me retracté. Abrí la puerta y lo invité a entrar con un gesto vago.

David caminó por delante de mí por el pasillo de la entrada, con pasos inseguros, observando todo a su alrededor. La casa estaba limpia: Vanda limpiaba el suelo una vez a la semana. Pero el desorden era evidente. Y no porque las cosas no estuvieran en su sitio, todo lo contrario: lo tenía todo perfectamente organizado. Pero había demasiadas cosas. Para el resto de la humanidad, digo: a mí no me molestaba en absoluto, y a Vanda tampoco. Bocetos colocados por donde podía luchaban entre sí por un trozo de pared, pero todas mis mesas estaban ocupadas de herramientas y pruebas con arcilla, así que no tenía otro remedio que colocarlos allí y allá si quería tenerlos a la vista.

Caminamos esquivando las herramientas tiradas en el suelo y David procuró no tropezar con una estantería de aspecto endeble repleta de frascos apilados que contenían materiales extraños y colores diversos. Al lado de la entrada de la cocina encontró un esqueleto humano con un abrigo colgando del hombro y, con expresión de asco, procuró entrar sin acercarse mucho. La cocina al menos estaba decente. Era el espacio sagrado de Vanda y yo se lo respetaba.

Lo invité a sentarse y le puse una taza de té frío. Yo me quedé plantado con las lumbares apoyadas en la encimera.

—¿Cómo puedes vivir así? —preguntó sin tapujos. Ni siquiera había prestado atención a su té—. ¿Qué te ha pasado, tío?

Lo miré con severidad. No podía creer que me hiciera esa pregunta.

—¿Cómo que qué me ha pasado?

—Sí. Esto parece la casa de un loco. Me... —dijo mientras señalaba el espacio—. Me preocupas.

Solté una carcajada con desdén.

—Esto es mi lugar de trabajo, lo tengo tal y como me hace falta que esté. No necesito una mansión como la tuya para considerarme una persona cuerda.

—Oye, no saques cosas que yo no he dicho. —Lo miré tajante y David se rindió—. En fin, no he venido a discutir. ¿Qué es de tu vida?

Me encogí de hombros y le volví a mostrar mi espacio con un ademán.

HumoWhere stories live. Discover now