Recuerdo 2. Lo que no hay que conocer

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Mayo, 323 después de la Catástrofe


Estuvimos sentados en la mesa pero nos era difícil concentrarnos en los libros. Las doncellas limpiaban el despacho mientras nosotros tratábamos de disimular que no podíamos dejar de pensar en lo que habíamos encontrado. Tenía el libro de matemáticas abierto por la página que debería haber estado estudiando, pero los símbolos y las palabras se transformaban en la ficha de un supuesto hermano desaparecido.

La ilustración de Jakub no desaparecía de mi cabeza, no podía dejar de reproducir su nombre en mi memoria. Jakub Bauer. ¿Por qué nadie en mi familia lo había nombrado nunca? O lo habrían hecho sin que yo lo recordara, porque no lo conocía. Había desaparecido tres años antes de mi nacimiento, tiempo suficiente para que dejasen de nombrarlo.

—Mañana por la mañana van a hacer el funeral —dijo Gabrielle en voz baja. Teníamos un acuerdo implícito de evitar que las empleadas escucharan lo que hablábamos, como si se tratara de un secreto—. Esta tarde van a hacer el velatorio, por si queréis que nos acerquemos a dar el pésame.

—Yo paso de ir a casa de Joseph —dije.

—Yo sí que iré. ¿Vamos juntos? —preguntó David.

Gabrielle asintió.

Por un momento me sentí solo. David era amigo de Joseph. Se juntaba con él, Vincent, Alek y compañía y a veces iban al Neue Ära y otras veces fumaban artemisa en las afueras. Gabrielle conocía a todo el mundo por ser la nieta del sacerdote; además, conocía la importancia de estos eventos fúnebres, por lo que iría por respeto a la familia. Pero yo prefería mantenerme lo más alejado posible de Joseph, ya que había estado atormentándome durante toda mi infancia: a veces me perseguía al salir de clase y, junto con sus amigos, me lanzaba insultos y humillaciones de camino hacia mi casa. Yo agachaba la cabeza porque sabía que si replicaba se lanzarían a por mí.

Desde que había terminado la Escuela Superior (tenía dos años más que yo) no había vuelto a verle, ya que hacía los estudios militares en el Subsuelo. Después de haber estado amargándome la existencia hasta los quince años, no se merecía mi respeto aunque se le hubiese muerto un hermano.

De modo que me quedé solo en mi habitación mientras David acompañaba a Gabrielle al velatorio. En la mansión habían muchas habitaciones para invitados, pero aquel dormitorio al lado del de David estaba ya reservado para mí. Tenía pijamas, libros propios, algunos juguetes de mi infancia que la familia me había regalado y las doncellas la disponían y la limpiaban regularmente para mis visitas.

Llevaba tantos años quedándome a dormir allí que era como mi segundo dormitorio. Nada que ver con la habitación estrecha con una cama que sobraba, cubierta de trastos, paredes de ladrillo descubierto cuyo cemento se iba desintegrando, suelo de tablones viejos que crujían bajo las pisadas, una ventana con el marco de madera podrido y un escritorio desaliñado.

En cambio, la habitación en la mansión de la Colina Gris era amplia y espaciosa, diáfana gracias a un ventanal que llevaba a una terraza, un largo escritorio con estanterías y muchos cajones, muebles de maderas nobles tallados con formas de florituras, paredes lucidas de blanco y suelo de mármol, con una cama suficiente para dos personas y un abundante colchón.

La cama de mi casa tenía a penas cinco dedos de grosor y era tan cómoda como dormir en el suelo.

Me pasé la tarde estudiando solo en mi habitación. Me preocupaba que Hugh o mi madre pudieran venir a buscarme en algún momento, pero no lo hicieron. No había avisado a nadie de que estaba aquí —aunque seguramente lo sabrían—, y tal vez mi madre se habría enfadado porque no había ido a comer y no le había dicho nada.

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