Capítulo I. Un sueño cautivador

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Mayo, 341 después de la Catástrofe

—Bien, no hay por qué preocuparse, Mikhael, solo ha sido un sueño. 

Recurría a la doctora Elizabeth cuando algo no funcionaba en mi cabeza. Aquella noche había tenido una pesadilla horrible y no podía dejar de darle vueltas. La imagen había sido tan vívida que creía haber estado allí por primera vez. No era el sueño en sí lo que me inquietaba, sino algo mucho más profundo. 

—Una pesadilla recurrente —le corregí en un estado de sopor. Acumulaba el cansancio de incontables noches en vela—. Creo que hay algo detrás. Siento como si fuera una astilla que no me puedo sacar de la cabeza. 

La doctora apuntó algo en su libreta, se ajustó las gafas y me miró con somnolencia. O eso me pareció. La velas encendidas en el buró tras ella, la única iluminación de la estancia, dejaban su rostro en la penumbra, mientras que yo, intuí, era perfectamente visible. 

—¿Todavía te atormenta la muerte de tu amigo? 

—No. Pasó hace un siglo y medio, ¿por qué debería atormentarme? 

Carraspeó. Y volvió a colocarse las gafas. 

—Ya. Bien, verás, cuando soñamos con seres queridos fallecidos suele ser porque estamos intentando decirnos algo que ni quiera nosotros mismos alcanzamos a entender. 

—¿Y? 

—Puede que tengas algún problema pendiente que solucionar y estés intentando, de manera inconsciente, encontrar la respuesta —dijo con su habitual movimiento de manos en el que apoyaba sus argumentos. 

Me exasperé. Porque Darek no había dicho absolutamente nada.

—Tan solo gritaba, ya se lo he dicho. 

La doctora bostezó, haciendo caso omiso de mi irritación, lo que me irritaba más todavía. 

—Mikhael, no es necesario hablar para transmitir un mensaje, un escultor destacado como tú debería saberlo. 

Me desinflé. «Vale, tiene sentido». Pero solo porque me había llamado «destacado». 

—Está bien, ¿y qué sugiere que significa? 

Me apuntó lánguidamente con el lápiz. 

—Tú lo viviste. Tú eres el que debe averiguar qué te sugiere.

 «¿Para eso le pago?» 

Elizabeth continuó escribiendo algo en su libreta. Solía preguntarme qué estaría escribiendo. Una ridícula posibilidad que no me sorprendería para nada era que no me prestaba la más mínima atención y repasaba la lista de quehaceres. Otra posibilidad menos absurda pero mucho más paranoica era que estaba escribiendo una novela con todas las historias que le contaba, pero dudo que a nadie puedan interesarle los desvaríos de un desequilibrado mental. Lo más probable es que estuviera apuntando todo lo que pensaba de mí, como hacía yo con mis divagues, solo que ella no lo haría de manera ofensiva y tenía todo el derecho porque formaba parte de su trabajo. Aunque yo le pagaba, por lo que también tenía derecho a pensar de ella que no me ayudaba para nada. 

En ese mismo instante se estaba durmiendo. Aunque la hubiera despertado a las cuatro de la madrugada para contarle mis problemas, no me parecía nada profesional dormirse en mitad de una consulta. 

—Vale, hace semanas que me propongo arreglar el escalón suelto de mi taller, pero siempre se me olvida. Será porque no subo a mi dormitorio con mucha frecuencia, solo cuando voy a dormir, y entonces no me apetece arreglarlo. Y cuando bajo para trabajar, pero entonces estoy demasiado ocupado... 

—No, Mikhael, eso es porque eres olvidadizo y descuidado. —Cerró los ojos y habló con parsimonia—. Si quieres saber qué significa, tendrás que investigar. 

—¿Investigar? ¿Dónde, en un libro de espiritismo, por ejemplo? 

—No, mula terca, en tu mente. Tienes que indagar en lo más profundo de tus recuerdos; reconocer las emociones que te provocan. 

—No tengo muchas ganas de rebuscar en mi basura mental, si le soy sincero.

La doctora suspiró y apuntó algo en su libreta. Me la imaginé garabateando la palabra «llorica» y una sonrisa irónica. 

—Mikhael, no puedes seguir huyendo de tus emociones durante el resto de tu vida. Si no las dejas salir seguirán manifestándose en tus sueños y a la larga lo pasarás muy mal. Me temo que no podrás librarte de esos recuerdos hasta que te enfrentes a ellos. 

—Ya le he dicho que son pesadillas, no recuerdos. 

—Y por favor, si vuelve a surgirte la necesidad de consultarme sobre una pesadilla, ten la cortesía de esperar a que salga el sol antes de aporrear mi puerta. 

—No le prometo nada. 

Salté de la butaca porque presentí finalizada la sesión. La doctora Elizabeth me acompañó hasta la salida y se despidió de mí con gesto afable. Cuando tenía necesidad de apoyo moral acudía a ella. No sé muy bien por qué. Me sacaba de quicio y se metía conmigo. Aunque yo hacía lo mismo con ella, y con menos formalidad. Supongo que me gustaba porque no se ofendía cuando me burlaba de sus teorías. Tampoco sé por qué desperdiciaba mi dinero en ir a una consulta, si nunca le hacía caso. 

Me zambullí en la niebla, apoyándome en el bastón que compensaba la debilidad de mi pierna derecha, y salí del pueblo en dirección al Páramo. En todo Engelsdorf dudo que en ningún otro lugar hiciera tanto frío como en el prado encharcado donde yo vivía, pero estaba alejado del ruido de la sociedad. Durante el camino reflexioné sobre lo que habíamos hablado. Si aquel sueño tenía un mensaje oculto, este cumplía su misión con eficacia. Hacía muchos años que había archivado y clasificado con el nombre de «residuos tóxicos» esos recuerdos traumáticos de mi niñez, y revivir aquellos terribles momentos no me parecía para nada apetecible, ni útil para recuperar mi integridad psicológica. 

Sin embargo, no podía dejar de darle vueltas a lo que la doctora Elizabeth había dicho. Puede que sí hubiese algo en aquel sueño recurrente que estuviera tratando inconscientemente de averiguar, pero, ¿merecía la pena revivir esos tortuosos momentos una y otra vez por algo que mi mente había borrado/ocultado/enterrado? No. Sus motivos tendría. No me quedaba más remedio que soportar las pesadillas, e ignorar esas imágenes como ignoraba los consejos de mi terapeuta.

Una cosa estaba clara: Darek había muerto y no había vuelta atrás. 

Pero yo podía haberlo evitado.



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